Mi padre me rompió la mandíbula por contestarle… y mi madre se rió; nadie imaginó mi respuesta

Mi padre me rompió la mandíbula por contestarle… y mi madre se rió; nadie imaginó mi respuesta

Mi padre me rompió la mandíbula por “contestarle”. Mi madre se rió: “Eso te pasa por ser una inútil”. Mi padre se inclinó sobre mí y soltó: “A ver si así aprendes a cerrar esa boca sucia”. Yo sonreí, con la sangre caliente en los labios. Ellos no tenían ni idea de lo que se les venía encima.

Me llamo Sofía Roldán, tengo 23 años, y soy la única hija de dos personas que, por fuera, parecían perfectas… y por dentro eran un infierno.

Aquella noche, mi mandíbula crujió bajo el puño de mi padre porque me atreví a defenderme. No fue la primera vez que me golpeaba, pero sí fue la vez que algo cambió. Mi madre no solo no me ayudó: se rió. Y mi padre, como si estuviera educando a un perro, me habló de “aprender” y de “respeto”.

Yo sonreí. No por valentía. No por orgullo. Por una razón muy simple: ya estaba harta.

Desde fuera, éramos “la familia modelo” en una urbanización tranquila a las afueras de una gran ciudad. Casa de dos plantas, jardín bien cuidado, verja blanca, coche limpio. Mi padre, Francisco Roldán, era abogado en un despacho importante. Saludaba a todo el mundo con una sonrisa impecable. Donaba a causas benéficas, patrocinaba actividades del barrio y en las reuniones siempre decía la frase correcta, como si la llevara ensayada.

Mi madre, Elena, organizaba eventos. De esas mujeres que siempre parecen arregladas, incluso cuando dicen que “van en chándal”. Pelo perfecto, ropa cara, maquillaje sin un fallo. Hacían creer a la gente que vivíamos en una foto bonita.

Pero las fotos no tienen sonido. Y si las tuvieran, la nuestra se oiría así: puertas cerradas con fuerza, pasos pesados en el pasillo, gritos apagados, y mi respiración intentando no hacer ruido para que nadie “se molestara”.

Aun así, tengo algunos recuerdos buenos, pocos, como monedas perdidas en el fondo de un bolsillo.

Mi cumpleaños número diez fue uno de ellos. Mi padre venía contento por un caso que había ganado, y mi madre esa semana “estaba más tranquila”. Montaron algo en el jardín para que vinieran mis compañeros: globos, una merienda, incluso animales de granja para que los niños los tocaran. Ese día, por un momento, me sentí una niña normal. Mi padre incluso me abrazó. Un abrazo de esos que te dejan temblando porque no sabes si van a durar un segundo o si van a desaparecer para siempre.

Otro recuerdo dorado fue un viaje a la playa cuando yo tenía doce. Una semana en la costa, con olor a sal y crema solar. Mi padre dejó el móvil del trabajo en la habitación algunas horas. Mi madre rió de verdad una o dos veces. Yo recogía conchas por la mañana y mi padre me ayudó a hacer un castillo de arena que aguantó dos días. Me quedé una concha bonita, lisa, y la escondí en un cajón de mi escritorio. No era un souvenir. Era una prueba: la vida podía ser distinta.

En el colegio, yo sacaba buenas notas. Tenía que sacarlas. Una nota “normal” en esa casa era un delito. Pero lo que de verdad me gustaba era escribir. Llenaba cuadernos con historias, poemas, ideas de una vida lejana. Escribía sobre ciudades donde nadie me conocía y donde yo podía caminar sin miedo.

Mis profesores de lengua siempre me decían que tenía talento. Yo sonreía y daba las gracias. Pero en casa no enseñaba nada. En el fondo, yo sabía que para mis padres mis palabras eran peligrosas. Porque una chica que escribe… piensa. Y una chica que piensa… un día puede decidir marcharse.

Yo soñaba con estudiar periodismo lejos. En mi cabeza, mi destino tenía nombre: Barcelona. No porque fuera perfecta, sino porque estaba lejos de aquella casa. Imaginaba calles llenas de gente, una habitación pequeña alquilada, el ruido de vecinos, el metro, el anonimato. La libertad.

Busqué becas en secreto en la biblioteca del instituto, usando ordenadores que no fueran los de casa. Yo sabía que mi padre nunca iba a pagar para que yo me escapara de su control.

Mi única amiga de verdad era Lucía, a la que conocí en primero de secundaria. Un día me encontró llorando en el baño, con los ojos rojos, después de que mi padre tirara a la basura un trabajo que yo había hecho con ilusión. Lucía no me interrogó. No me obligó a hablar. Simplemente se quedó conmigo, en silencio, como si su presencia dijera: “No estás sola”.

Cuando podía, dormía en su casa. Allí descubrí cosas que me parecían de otro planeta: padres que discuten sin insultos, una mesa donde nadie vigila tu respiración, una madre que pregunta “¿cómo te fue?” sin buscar un motivo para atacar.

En bachillerato, una profesora, Marta Herrera, fue la primera adulta que sospechó algo serio por mi forma de escribir. Después de leer un relato en el que yo disfrazaba mi vida como ficción, me pidió que me quedara al final de la clase.

—Sofía —me dijo—, escribes con una emoción que no se inventa. Si algún día necesitas hablar… puedes hacerlo conmigo.

Yo asentí. No dije nada. Me moría de ganas de gritar la verdad, pero el miedo me apretaba la garganta. Sin embargo, aquella frase plantó una semilla: quizá mis palabras podían salvarme.

Con el tiempo, me volví experta en parecer “normal”. Sonreía lo justo. Participaba lo justo. Nunca demasiado, para que nadie se fijara. Era amable, pero no íntima. Siempre tenía una excusa para irme pronto. Me escondía a la vista de todos.

En mi cabeza, construía una película: yo cumpliendo 18, saliendo por la puerta con una mochila, sin mirar atrás. Un piso pequeño. Gente que no me pregunta a qué hora llego. Un trabajo cualquiera. Una vida donde hablar no fuera un castigo.

Pero también tenía cadenas invisibles. Dependencia económica. Miedo aprendido. Y esa voz venenosa que te meten dentro cuando te repiten durante años que no vales nada: “Quizá tienen razón. Quizá eres ingrata. Quizá fuera será peor”.

Aun así, la esperanza es terca. Crece incluso en los lugares más oscuros.

La primera vez que entendí con claridad que mi casa no era como las demás fue a los 14. Llevé un boletín de notas a casa. Todo sobresalientes menos una asignatura: un notable alto. Yo estaba nerviosa, pero también orgullosa. Pensé: “No se enfadarán”.

Mi padre estaba en su despacho, rodeado de papeles. Le di el boletín con las manos temblando. Él lo miró despacio y, al ver la nota que no era perfecta, me abofeteó con tanta fuerza que di un paso atrás.

—¿Qué es esto? —me rugió, agitando el papel—. ¿Crees que en esta casa se acepta la mediocridad?

Mi madre apareció en la puerta. Yo la miré, esperando, aunque fuera, una palabra de defensa. Ella solo frunció el ceño.

—Tienes que esforzarte más —dijo fría—. No vuelvas a decepcionar a tu padre.

Aquella noche lloré sin hacer ruido. No me dolía tanto la cara como la certeza: mi madre nunca me protegería.

Después de eso, el control fue subiendo como agua sucia. Mi padre revisaba mi móvil. Leía mensajes. Ponía límites a internet. Tenía horarios ridículos. Elegía mis amistades. Prohibía salir con quien no le gustaba, con quien “no era de nuestro nivel”, decía.

Una vez fui a estudiar a casa de Lucía con otros compañeros. Estábamos en la mesa del comedor, con libros abiertos, cuando mi padre apareció en la puerta. No saludó. No pidió permiso.

—Te vienes ya.

Yo recogí mis cosas con la cara ardiendo de vergüenza. En el coche, apretó el volante hasta ponerse los nudillos blancos.

—Te dije que cualquier actividad se pide permiso —soltó—. Los “grupos de estudio” son una pérdida de tiempo. La gente va a chismear.

—Pero, papá, de verdad estábamos estudiando… —intenté explicarme—. Nos lo mandó la profesora…

—No me contestes —cortó—. Estudias en casa. Donde yo pueda ver lo que haces.

Esa noche empecé mi diario secreto. Robé un cuaderno del instituto y levanté una tabla suelta bajo la cama para esconderlo. Allí escribía lo que no podía decir: cada golpe, cada insulto, cada miedo. Ese cuaderno era mi único lugar seguro.

Aprendí a mentir con naturalidad. “Me golpeé con una puerta”. “Me caí en una excursión”. “No fui al cumpleaños porque tenía compromiso familiar”. También aprendí a llevar manga larga con calor y a usar maquillaje para tapar marcas.

Una noche, me despertaron gritos desde la habitación de mis padres. No era raro, pero esa vez sonaba distinto. Escuché a mi madre llorar y a mi padre hablar con voz baja, amenazante. Luego un sonido seco, como un golpe, y el llanto se apagó. En ese instante entendí algo terrible: mi madre también estaba atrapada.

Eso no la excusaba. Ella seguía riéndose de mí, seguía echándome la culpa, seguía señalándome delante de él para provocar su ira. Pero me dio miedo de otra forma. Si ella, siendo adulta, no podía salir… ¿qué me esperaba a mí?

Con 16 no hubo fiesta. Mi padre estaba de viaje. Mi madre se quedó en la cama con “migraña”. Yo sospechaba, cada vez más, que bebía a escondidas. En el recreo, Lucía me trajo una magdalena con una vela. La encendimos en un baño, riéndonos bajito, como si fuera un secreto precioso. Aquella pequeña desobediencia me dio más calor en el pecho que cualquier celebración.

Esa noche me prometí algo, con el cuaderno bajo la luz de una linterna: aguantaría dos años más. Sacaría las mejores notas. Buscaría becas. Me iría. No permitiría que me rompieran por dentro.

A los 17, la presión se volvió insoportable por las solicitudes de universidad. Para mis compañeros era emoción y nervios. Para mí era una guerra.

Una noche, durante la cena, mi padre anunció, como si leyera una lista:

—Vas a estudiar Derecho. Ya lo he hablado con gente. Te matriculas en una universidad aquí cerca. Vives en casa. Punto.

Se me cayó el estómago.

—Papá… yo… yo quería periodismo —dije muy despacio—. He estado escribiendo en el periódico del instituto y…

Su cara se oscureció.

—Periodismo. Un nido de gente que inventa y habla de más. No vas a tirar nuestro dinero en eso.

Mi madre, con la copa en la mano, repitió como un eco:

—Tu padre tiene razón. Piensa con la cabeza.

Yo debería haber callado. Lo normal era callar. Pero algo se rompió dentro de mí, como una cuerda tensada demasiado tiempo.

—No quiero ser abogada —dije, y mi voz salió más firme de lo que esperaba—. Quiero escribir. Y he buscado becas.

La mesa se quedó en silencio. Mi padre dejó el cubierto con una calma falsa.

—A tu habitación —dijo—. Luego hablamos de tu “actitud”.

Ese “luego” llegó de madrugada. Entró en mi cuarto sin llamar. Cerró la puerta con un clic suave que me heló. La “conversación” me dejó costillas doloridas y el labio partido. Encontró papeles de becas que yo escondía. Me enseñó, a golpes, que soñar en su casa era pecado.

Al día siguiente, mi madre miró mi cara hinchada y no dijo nada. Yo me tapé como pude y fui al instituto.

El orientador, el señor Díaz, notó un morado que no cubrí bien.

—Sofía… ¿en casa todo va bien?

—Sí —mentí—. Me di con una puerta. Soy muy torpe.

Él no pareció convencido.

—Si necesitas hablar… mi puerta está abierta.

Yo casi me derrumbo allí mismo. Pero el miedo me cerró la boca. ¿Quién me iba a creer frente a un abogado respetado? ¿Y si intervenían y luego me devolvían a casa? Peor todavía.

Poco después, intenté buscar un trabajo de media jornada para ahorrar. Mi padre lo prohibió.

—Tu trabajo es estudiar —decretó—. No vas a perder el tiempo en tonterías.

El alcohol de mi madre empeoró. Encontraba botellas vacías escondidas. Algunas noches estaba fría y cortante. Otras, llorosa y cariñosa. Otras, cruel. Sin término medio. A veces parecía verme como rival, no como hija.

Un día, una profesora de educación física vio marcas en mi espalda cuando me cambiaba.

—Sofía… ¿qué es eso?

—Me caí en una caminata —solté—. Me resbalé.

Me miró con seriedad.

—Eso no parece una caída.

Yo sonreí, una sonrisa de actriz.

—De verdad… soy torpe.

No insistió, pero desde entonces me observaba más. Fue un consuelo y un terror a la vez.

Mi relación con Lucía también se complicó. Mi padre empezó a decir que ella “me influía mal”. Criticaba a su familia, inventaba defectos, buscaba motivos para separarnos. Y entonces ocurrió algo que lo cambió todo.

Un día entré en el despacho de mi padre a buscar una grapadora. No debía estar allí. Vi un cajón medio abierto y, dentro, un recibo de hotel. No era raro: viajaba por trabajo. Pero las fechas… él había dicho que estaba fuera, y el hotel estaba en nuestra misma ciudad.

Y había cargos para dos personas.

Me quedé helada. No por respeto a su matrimonio, que ya era veneno, sino porque entendí lo que era eso: un secreto. Y yo, por accidente, lo tenía en la mano.

Dejé el recibo exactamente donde estaba. Salí con el corazón golpeándome el pecho. Esa noche lo escribí en mi diario. No era “venganza”. Era un seguro. Una pequeña pieza de poder en una vida donde yo no tenía nada.

Llegó la graduación. Yo debería haber sentido orgullo. Y lo sentí… pero mezclado con una tristeza pesada. Me dieron el diploma, aplaudieron, y mis padres estaban en primera fila con su sonrisa de escaparate. Mi padre mirando el reloj. Mi madre sonriendo con la cámara lista.

Esa noche mi padre organizó una cena en casa “para celebrar”. No para mí, claro. Para su imagen.

Invitaron a familiares, vecinos y compañeros suyos. La mesa con vajilla bonita, copas brillantes y comida contratada. Yo hice mi papel: la hija correcta.

—Sofía ya ha sido aceptada en una universidad de aquí —anunció mi padre levantando la copa—. Derecho, como es tradición. Estamos orgullosísimos.

Los invitados aplaudieron. Una vecina comentó:

—Qué bien que te quedes cerca. Hoy los jóvenes se van lejos y no valoran nada.

Mi madre, ya con el vino subiéndole a la lengua, añadió:

—Sofía siempre ha sido obediente. Nunca da problemas.

Yo apreté los dedos bajo la mesa.

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