Mi padre motero me rogó que lo visitara en la planta de oncología, aunque fuera una vez, pero yo tenía tanta vergüenza de él que preferí decirle al mundo entero que estaba muerto antes que admitir que existía.
Durante dieciocho años lo escondí de mi vida. De mis amigos de universidades de élite. De mi prometido abogado. De mi vida perfecta.
Cuando me preguntaban por mi padre, decía que había muerto cuando yo era pequeña. Era más fácil que explicar los tatuajes. La moto enorme. El historial penal que se ganó por protegerme.
Mi padre, Javier “Diésel” Moreno, murió hace dos semanas en una habitación de hospital sin que nadie le sujetara la mano.
Murió después de dejarme cuarenta y siete mensajes de voz que nunca devolví.
Murió creyendo que yo lo odiaba.
Y quizá lo hacía. O quizá odiaba lo que representaba. La parte de mi vida que llevaba dieciocho años intentando borrar.
Verás, mi padre era motero. No un señor de fin de semana con crisis de los cuarenta y moto nueva. Un motero de verdad.
Chaleco de cuero con parches. Tatuajes en ambos brazos. Peleas de bar. Antecedentes penales. Todo el estereotipo.
Tenía veinticinco años cuando murió. Era abogada en mi primer año en un gran despacho llamado Moreno, Campos y Asociados (sí, la ironía de compartir su apellido en un bufete donde negaba su existencia no se me escapa).
Prometida con Ricardo, cuyo padre era un juez muy importante. Viviendo en un ático en el centro de la ciudad.
Todo lo que él no era.
La última vez que hablé con él fue en mi graduación del instituto. Siete años antes.
Se presentó con su moto, con sus vaqueros más limpios y su chaleco de cuero, intentando con todas sus fuerzas parecer presentable.
—Estoy orgulloso de ti, Princesa —me dijo.
—No me llames así —le solté—. Y por favor, vete antes de la ceremonia. Me estás avergonzando.
La expresión en su cara debería haberme perseguido en sueños. No lo hizo. Estaba demasiado ocupada muriéndome de vergüenza por si mis amigos lo veían.
Por si me relacionaban con él. Por si descubrían que no era la huérfana luchadora que yo misma me había inventado.
Las llamadas empezaron hace seis meses.
—Hola, Princesa, soy papá. Sé que no quieres saber nada de mí, pero estoy enfermo. Bastante mal. Los médicos dicen que quizá un año. Quizá menos. Me gustaría verte.
Eliminar.
—Princesa, soy yo otra vez. Entiendo que estés enfadada. Tienes todo el derecho del mundo. Pero hay cosas que no sabes. Cosas de cuando eras pequeña. Cosas que necesito contarte.
Eliminar.
—Sara, por favor. No te pido perdón. Solo te pido una hora. Una conversación. Tengo algo para darte. Algo de tu madre.
Eliminar.
Mi madre. Otra de mis mentiras.
Decía que había muerto en el parto. Más limpio que la verdad: murió de una sobredosis cuando yo tenía siete años, dejándome con un padre motero que no tenía ni idea de cómo criar a una niña.
Las llamadas se hicieron más frecuentes. Más desesperadas. Su voz, más débil.
—Sara, estoy en el hospital ya. Hospital Santa María. Habitación 408. Dicen semanas, quizá días. Por favor, Princesa. Necesito contarte lo de aquella noche. Lo de por qué fui a prisión. No fue lo que tú crees.
Borré cada mensaje. Bloqueé su número. Me repetí que había hecho lo correcto cortando con él.
Entonces llamó su abogado con una caja de sus cosas y una carta que empezaba con trece palabras que me destrozaron:
«Mi hermosa hija, tú nunca fuiste la razón por la que fui a prisión».
Aquella noche. La noche que lo cambió todo.
La noche en que dos hombres entraron en nuestro piso buscando al novio camello de mi madre.
La noche en que mi padre los dejó casi muertos a golpes con sus propias manos mientras yo me escondía en el armario.
La noche que lo detuvieron por agresión y se pasó tres años en la cárcel.
Yo tenía siete años. Me mandaron a una familia de acogida. Una buena familia, por suerte. Los González. Clase media. Barrio tranquilo. Normalidad. Me cuidaron hasta que papá salió, y luego le ayudaron a recuperar la custodia. Pero esos tres años de vida normal me enseñaron todo lo que me faltaba.
Cuando papá salió, era distinto. Más callado. Más cuidadoso. Pero seguía siendo motero. Seguía siendo duro por fuera. Seguía siendo todo lo que había aprendido a esconder con vergüenza.
—Cariño, soy Miguel. Soy amigo de tu padre. Está muy mal. Pregunta por ti. Habitación 408.
Eliminar.
—Sara, soy el doctor Pérez del Hospital Santa María. Tu padre te ha puesto como contacto de emergencia. Tenemos que hablar de cuidados al final de la vida.
Eliminar.
—Señorita Moreno, le habla Julián Herrera, el abogado de su padre. Es urgente que hablemos de la herencia de su padre.
Eliminar.
Le dije a Ricardo que estaba recibiendo llamadas raras. Seguramente estafas. Me dijo que cambiara de número. Casi lo hice.
Luego llegó el último mensaje de voz. No de papá. De un número que no reconocía.
—Hola, Sara. No me conoces. Me llamo Ruby. Tengo nueve años. El señor Javier me salvó la vida cuando tenía cinco. Me sacó de un coche en llamas. Viene a mi cumpleaños todos los años. Es como mi abuelo. Se está muriendo y está triste porque su hija no viene. Dice que lo entiende, pero llora. Por favor, ven. Es un buen hombre. Te quiere muchísimo.
Una niña. Había salvado a una niña y nunca me lo contó.
Y aun así no fui.
Me repetí que tenía declaraciones. Reuniones con clientes. Preparativos de boda. Me dije que él había tomado sus decisiones y yo las mías. Me dije muchas cosas.
Murió un martes. A las tres de la mañana.
El abogado, Herrera, llamó a las ocho.
Haz clic en el botón de abajo para leer la siguiente parte de la historia. ⏬⏬






