Mi padre motero murió solo porque me avergonzaba demasiado para visitarlo una última vez

Cuando salí, tú estabas distinta. Los González te habían enseñado una vida mejor. Una vida normal. Vi cómo me mirabas. Vi la vergüenza. Así que intenté cambiar. Conseguí un trabajo fijo. Dejé las peleas. Pero no podía dejar de ser quien era. Un motero. Porque el club era la única familia que tenía aparte de ti.

Creciste a pesar de mí. Matrículas de honor. Beca completa. Carrera de Derecho. Todo lo que yo no podía darte, tú te lo ganaste sola. Estoy orgulloso. Increíblemente orgulloso.

Guardé cada artículo sobre ti. Cada mención en las listas de honor. Tus invitaciones de graduación. El anuncio de tu compromiso en el periódico (Ricardo parece un buen hombre, aunque lo investigué un poco – lo siento, Princesa, viejas costumbres).

Fui a tu graduación de la universidad. No me viste. Me quedé atrás, detrás de todos, y vi cómo mi niña se convertía en abogada. Lloré como un crío. Un motero grandote llorando en público. Los hermanos todavía se burlan de mí por eso.

Sé que te avergüenzas de mí. Lo entiendo. Pero necesito que sepas que todo lo que hice, cada decisión, fue para mantenerte a salvo. Incluso mantenerme apartado estos últimos años. Sabía que mi presencia podía dañar tu carrera, tu relación. Así que me quedé lejos.

Pero te miraba. Siempre te miraba desde la distancia. Me aseguraba de que estuvieras segura. Feliz. La vida que construiste es exactamente la que quería para ti.

Te dejo todo. El dinero es limpio. Cada céntimo ganado honestamente. La casa está pagada; quizá puedas venderla. La moto… sé que la odias, pero ¿tal vez podrías quedártela? Es la moto que reconstruí con mi padre. Tu abuelo. Era un buen hombre. Mejor que yo.

Hay un trastero. Número 447. La llave está en la caja. Allí está todo de tu infancia. Las joyas buenas de tu madre (tenía algunas, de antes de caer en las drogas). Álbumes de fotos. Tu ropa de bebé que no pude tirar. Cartas que te escribí desde prisión y nunca envié.

Quiero que sepas otra cosa. Estos últimos meses no he estado tan solo. El club ha estado aquí. Miguel, Tomás, el Oso, docenas de hermanos. Y jóvenes a los que he ayudado con los años. Ruby, a la que saqué de ese coche. Marcos, al que enseñé a conducir una moto después de que muriera su padre. Sara, a la que acompañé al altar cuando su padre no quiso hacerlo porque ella se casaba con otra mujer.

Eran como mis otros hijos. Los que podía ayudar sin vergüenza. Sin pasado. Me querían tal como era. Me llamaban “Pops”. Hicieron que mis últimos días fueran llevaderos.

Pero no eras tú. No eran mi Princesa.

Soñaba contigo todas las noches. Seguías siendo aquella niña de siete años que se subía a mis hombros. Que me pintaba las uñas de rosa. Que decía que yo era el papá más fuerte del mundo. Antes de que aprendieras a avergonzarte. Antes de que yo te fallara.

No quiero tu perdón. Solo quiero que sepas que fuiste amada. Que eres amada. Que siempre serás amada.

Tu madre, a pesar de sus demonios, te quiso.

Los González te quisieron.

Y yo te quise por encima de todos.

Cada kilómetro que recorrí, te llevé conmigo. Cada amanecer. Cada atardecer. Cada carretera larga. Tú estabas ahí. Mi Princesa. Mi razón. Mi orgullo.

Sé feliz, Sara. Sé libre. Sé todo lo que yo no pude ser.

Pero recuerda esto: tú nunca fuiste la razón por la que fui a prisión. Fuiste la razón por la que sobreviví a ella.

Con todo mi amor,
Papá

P. D. Hay una niña. Ruby. Nueve años. Visita la tumba de su madre todos los domingos en el cementerio de Santa Catalina. No tiene padre. He estado yendo con ella. ¿Te importaría que la vigilaras de vez en cuando? Se parece a ti. Lista. Valiente. Necesita que alguien crea en ella.


Lloré a gritos. En el despacho del abogado me rompí por completo.

Todo lo que creía era mentira. Cada historia que me conté se deshizo.

Él no era el delincuente que destruyó nuestra familia. Era el padre que me salvó la vida.

—Hay más —dijo Herrera con suavidad. Sacó un álbum de fotos—. Hizo esto. Lo llamó “La vida de Sara”. Todos tus logros. Cada momento que se perdió. Lo fue guardando todo.

Página tras página. Mis diplomas de honor. Obras de teatro del colegio en las que, al parecer, se coló. Fiestas de cumpleaños que miró desde lejos. Mi carta de aceptación a la universidad —¿cómo consiguió eso?—. Mi graduación en Derecho. La foto de mi compromiso en el periódico.

Y sus notas. «¡Mi Princesa, abogada!» «La chica más guapa del baile de fin de curso». «Tiene la belleza de su madre y mi cabezonería». «¡Una universidad de élite! ¡Mi niña en una de las mejores universidades!».

La última página era una foto que nunca había visto. Yo, con siete años, dormida sobre su pecho. Sus brazos enormes sosteniéndome como si fuera de cristal. La expresión de su cara… amor puro. Devoción absoluta.

—¿Cuándo fue esto? —susurré.

—La noche antes de su detención —dijo Herrera—. Me contó que sabía que iban a volver. Se quedó despierto toda la noche con la niña en brazos. Dijo que, si iba a la cárcel, quería recordar cómo se sentía tenerte segura entre sus manos.

Fui al trastero. Encontré todo lo que había prometido. Y más.

Haz clic en el botón de abajo para leer la siguiente parte de la historia. ⏬⏬

Scroll to Top