Mi padre motero murió solo porque me avergonzaba demasiado para visitarlo una última vez

Una cinta de vídeo. De las antiguas. Yo, con cinco años quizá, aprendiendo a montar en bici. Él corriendo a mi lado.

—¡Lo tienes, Princesa! ¡Vuelas!

La voz de mi madre detrás de la cámara, clara y sobria:

—Tiene tu valentía, Javier.

—Y tu cabeza —responde él—. Va a cambiar el mundo.

Cartas desde la prisión. Cientos de ellas.

Querida Princesa: Hoy me he peleado. Un tipo dijo algo horrible sobre hacer daño a unos niños. Pensé en ti y perdí los papeles. Treinta días de aislamiento. Ha valido la pena. Hay cosas por las que merece la pena pelear. Tú siempre merecerás la pena.

Querida Princesa: Hoy cumples ocho. Los González enviaron una foto. Te faltan los dientes de delante. Sigues siendo la niña más guapa del mundo. Te he hecho una tarjeta de cumpleaños. No puedo enviarla. No quiero confundirte. Pero quería que supieras que papá se acuerda.

Querida Princesa: Me sueltan el mes que viene. Tengo miedo. ¿Y si no te acuerdas de mí? ¿Y si te acuerdas y me odias? No sé cómo ser padre fuera de una celda. Pero lo voy a intentar. Por ti, lo intentaré todo.

Tres años de cartas. Tres años de amor sin destino.

Encontré la moto en su garaje. Limpia. Brillante. Una nota pegada al asiento:
«Ronronea como un gato. Aprendí mecánica para arreglarla. Si algún día quieres aprender a conducir, pregunta por el Oso en el taller. Prometió enseñarte. – Papá».


El entierro fue el jueves.

Pensé que estaría vacío. ¿Quién llora a un ex convicto motero?

Vinieron doscientas personas.

Miguel, el presidente del club, habló primero:

—Javier Moreno era el mejor de nosotros. Duro como el hierro, pero de seda con los niños. Nunca empezó una pelea, pero, por Dios, las acababa. Sobre todo cuando alguien hacía daño a un inocente.

Ruby, la niña del mensaje, leyó un poema.

—El señor Javier me salvó. No solo del coche. Venía a verme. Me enseñó a ser valiente. Decía que su hija también era valiente.

Marcos, un adolescente con una pierna ortopédica:

—Javier me enseñó a montar después de mi accidente. Dijo que los trozos que faltan no te hacen menos entero. Solo significan que tienes que aprender a equilibrarte distinto.

Historia tras historia. Niños a los que ayudó. Mujeres a las que protegió. Hermanos a los que sostuvo.

Luego habló Sara, la mujer a la que acompañó al altar:

—Mi padre me rechazó por amar a otra mujer. Javier me encontró llorando en una cafetería. Aquel motero enorme se sentó y me dijo: “El amor es amor, niña. No dejes que nadie te diga lo contrario”. Me llevó del brazo el día de mi boda dos años después. Dijo que siempre había querido llevar a una hija al altar.

Eso me rompió. Llevó a otra hija al altar porque yo le negué ese derecho.

Ricardo se horrorizó cuando le conté la verdad.

—¿Mentiste sobre tu padre? ¿Sobre toda tu vida?

—Me avergonzaba.

—¿De qué? ¿De que fuera un delincuente?

—No era un delincuente. Era un padre que salvó a su hija.

—De una situación que él mismo creó al estar con una adicta.

Ahí supe la verdad. Ricardo nunca entendería. Nunca vería más allá de la superficie.

Rompí el compromiso esa misma noche.

Dejé el bufete la semana siguiente.

Vendí el ático a la otra.

Me mudé a la casa de papá. Pequeña. Dos habitaciones. Piezas de moto en el garaje. Su chaleco de cuero colgado junto a la puerta. Huele a él. A aceite de motor, café y esa colonia barata que llevaba desde siempre.

Encontré más vídeos. Él enseñándome a caminar. A hablar. A cantar. Horas de grabaciones de antes de que mi madre cayera del todo. Éramos felices. De verdad.

Empecé a visitar a Ruby. Cada domingo en el cementerio. Me cuenta historias de papá que yo nunca supe.

—¡Vino a mi obra de teatro! Se sentó en la primera fila.

—Me enseñó a silbar.

—Decía que eras abogada. Que ayudabas a la gente. Estaba tan orgulloso.

Estoy aprendiendo a conducir la moto. El Oso me enseña, tal como papá quería. Resulta que se me da natural.

—Tienes el equilibrio de tu padre —dice el Oso—. Y su instinto para la carretera.

El club me aceptó enseguida. La hija de Javier era familia. Sin preguntas.

Me cuentan historias. Cómo enseñaba mi foto a todo el mundo. Cómo presumía de mis notas, de mis títulos, de mi trabajo. Cómo lloraba a veces, echándome de menos, pero decía que valía la pena si yo era feliz.

—Te quería más que a su propia vida —me dijo Miguel—. En cada ruta, en cada viaje, hablaba de su Princesa. De lo lista que eras. De lo fuerte que eras. De cómo habías salido adelante a pesar de todo.

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