La neblina de la mañana todavía se aferraba a las calles de Madrid cuando Daniela Ríos, con el cuerpo debilitado por el cansancio y el hambre, avanzaba tambaleándose por la Gran Vía. Su ropa estaba gastada, sus zapatillas casi rotas, y cada paso parecía un esfuerzo demasiado grande para sus piernas. A su lado iban dos niños pequeños —Javier y Lucas, gemelos de apenas dos años— agarrados a sus manos, llorando bajito. No entendían por qué siempre tenían hambre, por qué siempre estaban cansados, por qué nunca se quedaban mucho tiempo en el mismo sitio. Solo sabían que su madre estaba haciendo todo lo posible.
Daniela se detuvo cerca de una marquesina de autobús y se dejó caer poco a poco al suelo. El pecho le oprimía, la vista se le nublaba. Llevaba días casi sin comer. Los gemelos se sentaron a su lado, confundidos y asustados. Los coches pasaban. La gente miraba de reojo. Pero nadie se detenía.
Hasta que un coche sí lo hizo.
Un sedán negro de lujo frenó junto a la acera. La puerta trasera se abrió y bajó un hombre —alto, bien vestido, impecable de pies a cabeza, con esa seguridad tranquila de quien lleva años viviendo entre cifras y decisiones importantes. Emilio Navarro, empresario millonario del mundo tecnológico, iba de camino a una de las reuniones más decisivas del trimestre. Pero al ver a la mujer desplomada y a los niños, algo se movió dentro de él.
Se arrodilló junto a Daniela y comprobó su respiración. Débil, pero presente. Luego miró a los dos pequeños… y el aire se le quedó atrapado en la garganta.
Rizos castaños suaves. Ojos color avellana clara. Una pequeña manchita de nacimiento justo debajo de la oreja izquierda.
La misma marca de nacimiento que él tenía.
Era como mirar dos reflejos en miniatura de sí mismo.
Su mente empezó a correr. Estaba seguro de no haber visto nunca a esa mujer.
¿O sí?
Un destello fugaz: Ciudad de México, años atrás. Un congreso de tecnología. Una fiesta después de las ponencias. Una risa cálida. Una noche que pasó demasiado rápido como para recordarla con claridad. Pero ahora, ese recuerdo regresaba con una fuerza inquietante.
Uno de los niños tiró de la manga de su chaqueta, con los ojos llenos de lágrimas.
—Mamá… mamá no se despierta.
Emilio reaccionó de inmediato. Llamó a una ambulancia y se quedó con ellos hasta que llegó. Subió al vehículo, se sentó cerca de Daniela y de los gemelos. Había algo más fuerte que la lógica reteniéndolo allí.
Más tarde, en una habitación tranquila del hospital, Daniela abrió los ojos lentamente. Se la veía débil, agotada… y cuando su mirada se cruzó con la de Emilio, algo antiguo y doloroso se encendió en su rostro.
—Tú… —susurró, con la voz áspera—. No pensé que volvería a verte nunca.
Emilio se quedó paralizado.
En ese momento supo que aquello no era una coincidencia.
La voz de Daniela temblaba mientras intentaba incorporarse. Emilio le puso una mano en el hombro para ayudarla. Por unos segundos, solo se miraron: uno sorprendido, el otro herido por recuerdos que parecían volver de golpe.
—No te acuerdas de mí, ¿verdad? —preguntó ella en voz baja.
Emilio dudó. Quiso decir que sí. Quiso asegurar que la recordaba con claridad. Pero la verdad le cerró la boca.
Daniela soltó el aire con un suspiro tembloroso.
—Fue en Ciudad de México —comenzó—. Yo trabajaba a media jornada en una cafetería cerca del centro de congresos. Tú me dijiste que te llamabas Emilio Vega, no Navarro. Charlamos… nos reímos. Yo pensé… —la voz se le quebró—. Pensé que significaba algo.
La habitación se hizo de repente demasiado pequeña. A Emilio se le encogió el estómago. En aquella época, él había sido descuidado, impulsivo, siempre corriendo hacia el futuro sin pararse a pensar en las consecuencias.
—Cuando supe que estaba embarazada, intenté encontrarte —continuó Daniela—. Escribí a todos los correos que pensé que podían ser tuyos. Pero ya te habías ido a España, y yo no podía permitirme perseguir un fantasma.
A Emilio se le apretó el pecho. Los gemelos —Javier y Lucas— eran sus hijos. Hijos que habían crecido con frío, con miedo y con hambre mientras él vivía en áticos luminosos, viajaba en primera clase y cerraba acuerdos millonarios.
Una ola de culpa le cayó encima con tanta fuerza que casi le cortó la respiración.
—Lo… lo siento —consiguió decir al fin. Y aun así, aquellas palabras le parecieron demasiado pequeñas.
Daniela se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
—“Lo siento” no les quita el hambre —respondió con firmeza—. No les devuelve lo que han perdido.
Emilio entendió. Ya no se trataba solo de remordimientos. Ni de caridad.
Organizó para que Daniela y los niños se quedaran en una habitación privada del hospital. Contrató médicos, nutricionistas, psicólogos. Les compró ropa, les consiguió un pequeño piso temporal mientras buscaban algo mejor.
Pero unos días después, cuando puso un cheque de dos millones de euros sobre la mesa, Daniela lo empujó de vuelta hacia él.
—No quiero tu dinero —dijo, mirándole a los ojos—. El dinero es fácil para ti. Quiero que seas su padre.
Aquellas palabras le golpearon más fuerte que cualquier titular que hubiera leído sobre sí mismo.
Así que lo intentó. Empezó a pasar horas con los gemelos: aprendiendo a darles de comer, a jugar con ellos, a calmarlos cuando lloraban. Al principio, los niños se mostraban tímidos, desconfiados. No entendían quién era ese señor elegante que aparecía de repente en sus vidas.
Pero, poco a poco, se fueron acercando.
Sin embargo, Daniela mantenía aún su escudo levantado. Ya la habían abandonado una vez. Tenía que estar segura de que esta vez él no saldría corriendo.
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