Nadie abrió bajo la tormenta: dos gemelas empapadas tocaron su puerta… y el padre pobre dudó un segundo fatal

Nadie abrió bajo la tormenta: dos gemelas empapadas tocaron su puerta… y el padre pobre dudó un segundo fatal

Nadie les abrió la puerta a dos hermanas gemelas perdidas bajo la lluvia… hasta que lo hizo un padre soltero sin un duro. Lo que pasó después le cambió la vida para siempre…

La lluvia caía a cántaros, golpeando con rabia las ventanas agrietadas de la casita prefabricada donde vivía Iván Roldán, en las afueras de Úbeda, en Jaén. El viento traía olor a tierra mojada y a olivo, y el cielo parecía no tener fin. Iván estaba subido a una escalera vieja, intentando tapar una gotera del techo con cinta adhesiva, un trapo y mucha paciencia, cuando oyó un golpe tímido en la puerta.

Toc-toc.

Al principio fue tan suave que pensó que era el viento. Luego volvió a sonar, más claro.

Toc-toc… toc-toc.

Iván bajó como pudo, se limpió las manos en el pantalón y fue a abrir.

En el umbral había dos niñas idénticas, de seis o siete años, empapadas de pies a cabeza. Llevaban chubasqueros amarillos iguales, pero rotos por los hombros, y las zapatillas llenas de barro. Tenían el pelo pegado a la cara, y unos ojos grandes, asustados, que buscaban algo en el rostro de Iván: una señal de que no las iba a echar.

—Por favor… —susurró una, temblando—. Hemos perdido a nuestro papá.

Iván se quedó un segundo sin reaccionar.

—¿Y vuestra mamá? ¿Dónde estáis…? —preguntó, mirando alrededor, como si de pronto fueran a aparecer unos adultos entre la cortina de agua.

La otra niña se apretó contra su hermana, abrazándola con fuerza.

—No lo sabemos… —dijo, con la voz quebrada—. El coche… tuvo un golpe… ahí abajo, en la carretera. Corrimos… y luego ya no vimos nada.

Iván salió un paso al exterior. La lluvia le caló la camiseta en un instante. Solo vio oscuridad, el camino embarrado y la línea de la carretera perdiéndose hacia el campo. Ni luces, ni coches parados, ni gritos. Solo truenos rebotando en la noche.

Le pasó por la cabeza llamar a la Guardia Civil, claro. Pero al tocarse el bolsillo recordó lo de siempre: el móvil estaba sin batería, y además allí la cobertura fallaba cuando le daba la gana. El cuartel más cercano quedaba lejos, y con aquel temporal, hasta el trayecto era un riesgo.

Volvió a mirar a las niñas. Les castañeteaban los dientes. Tenían los labios morados.

Iván había sido pobre casi toda su vida, pero no era un hombre sin corazón.

—Venga —dijo al fin, apartándose—. Entrad. Vamos a quitaros ese frío.

Las niñas dudaron un instante, como si les costara confiar en un desconocido. Luego dieron un paso y entraron, pegadas una a la otra, sin soltarse.

El interior de la casa olía a humedad y a sopa de la noche anterior. Iván encendió la calefacción pequeña que tenía (una estufa eléctrica que a veces saltaba los plomos) y puso a calentar leche con cacao en polvo, lo único que podía ofrecerles de inmediato. Buscó también una manta antigua, de esas que pican, y otra más suave que pertenecía a su hijo.

Desde la habitación del fondo asomó un niño con el pelo revuelto y los ojos llenos de curiosidad. Dani, su hijo, tenía ocho años y un miedo discreto a los truenos.

—Papá… ¿quiénes son? —preguntó en voz baja.

—Dos niñas que se han perdido —respondió Iván, sin querer asustarlo—. Se van a quedar aquí hasta que sepamos qué ha pasado. ¿Vale?

Dani miró a las gemelas, luego a su padre, y asintió despacio, como si entendiera algo más grande que él.

Las niñas bebieron el cacao caliente con las manos alrededor de la taza, buscando calor como quien busca un refugio. Iván les preguntó sus nombres.

—Yo soy Inés —dijo una.

—Y yo Mara —dijo la otra.

Hablaron poco. El cansancio pesaba más que las palabras.

Al cabo de un rato, Iván las acomodó en el sofá, con mantas hasta el cuello. Dani les dejó su cojín favorito sin decir nada. Inés y Mara se abrazaron tan fuerte que parecía que, si se soltaban, el mundo se las llevaría.

Cuando por fin se quedaron dormidas, Iván se sentó en la silla vieja del salón, mirando cómo la lluvia seguía golpeando la noche. Sentía una mezcla extraña: miedo por lo que podía estar pasando ahí fuera, ternura por aquellas dos criaturas y, al mismo tiempo, una inquietud en el pecho que no sabía explicar.

Antes de cerrar los ojos, oyó a una de las niñas murmurar, medio dormida:

—Papá nos va a encontrar…

Iván se quedó vigilando. No podía dormir. Había demasiadas preguntas.

Y no sabía que, a muchos kilómetros de allí, en otra parte de la provincia, un equipo de búsqueda recorría carreteras y caminos, moviendo cielo y tierra por dos niñas desaparecidas. Al frente iba un hombre con la cara desencajada por la angustia, dispuesto a darlo todo por recuperarlas: Héctor Salvatierra, un empresario conocido que no llevaba dos días sin dormir.

Iván todavía no lo sabía. Pero en cuanto amaneciera, su vida ya no sería la misma.

Parte 2

A la mañana siguiente, el televisor pequeño del salón tardó en encender. La imagen parpadeó, la antena hizo de las suyas y, de pronto, apareció un rótulo en un canal de noticias:

“Buscan a las gemelas Salvatierra tras un accidente. La familia pide ayuda para localizarlas.”

Iván se quedó helado, con el mando en la mano.

En la pantalla estaban las caras de Inés y Mara. Las mismas mejillas mojadas, los mismos ojos grandes, la misma mirada de susto… solo que en la foto estaban peinadas y sonrientes, como si el mundo fuera un lugar seguro.

En la cocina, las niñas estaban sentadas a la mesa, comiendo gachas de avena con azúcar y canela, el desayuno humilde que Iván preparaba cuando no había para más.

El presentador decía que llevaban desaparecidas cuarenta y ocho horas. Que el coche familiar había tenido un accidente en una carretera secundaria durante el temporal. Que su padre, Héctor Salvatierra, ofrecía una recompensa muy alta por cualquier pista que condujera a encontrarlas sanas y salvas.

Iván apenas escuchó el número. No pensó en dinero.

Pensó en lo que le había pasado la noche anterior: cómo Inés se agarró a su manga cuando un trueno rompió el cielo, cómo Mara le susurró con miedo:

—No nos haga salir otra vez… por favor.

A Iván le entró una idea rara: antes de avisar, debía asegurarse de que todo estuviera bien. Había algo que no cuadraba. Si llevaban desaparecidas dos días… ¿cómo era posible que nadie las hubiera visto? ¿A cuántas puertas habían llamado antes de llegar a la suya?

Estaba dándole vueltas cuando oyó un coche frenar fuera.

Por la ventana vio un todoterreno negro, demasiado nuevo para esos caminos, y demasiado silencioso. Bajaron dos hombres con ropa elegante y chaquetas oscuras. Uno llevaba una carpeta. El otro miraba alrededor como quien busca algo que no quiere que otros vean.

Llamaron.

Iván abrió sin quitar la cadena del todo.

—Buscamos a dos menores desaparecidas —dijo uno, mostrando una placa rápido, sin dejar que Iván la mirara bien—. Tenemos información de que podrían estar por esta zona.

Iván tragó saliva.

—¿Ustedes son de la Guardia Civil? —preguntó.

El hombre no respondió directamente. Sonrió con prisa.

—Solo queremos comprobar una cosa. Déjenos pasar.

Iván notó algo raro al instante: no llevaban el aspecto de agentes, y el coche… no tenía matrícula visible, o al menos desde el ángulo no se distinguía bien. Además, olían a colonia cara, no a lluvia ni a carretera.

Su instinto le gritó que cerrara. Pero antes de reaccionar, uno de los hombres empujó con fuerza.

Entraron.

—¡Eh! —protestó Iván, retrocediendo—. ¿Qué están haciendo?

Los hombres comenzaron a mirar por el salón, hacia el pasillo, como si la casa fuera suya.

Y entonces se oyó un grito desde la habitación.

—¡No! ¡No! —chilló una niña.

Iván salió disparado. Vio a uno de los hombres acercándose a la puerta del cuarto donde estaban las gemelas.

Iván lo agarró por el brazo.

—¡Ni se le ocurra! —rugió.

El hombre intentó soltarse. Iván era un padre acostumbrado a apañarse con lo poco, pero también era un hombre de manos fuertes de tanto trabajo. Aun así, aquellos tipos eran más grandes y estaban decididos.

La pelea fue torpe, desesperada. Se oyeron golpes contra la pared, un mueble arrastrándose, una taza rompiéndose en el suelo. Dani gritó desde el salón, asustado.

Y, de pronto, se escuchó a lo lejos un sonido que lo cambió todo:

sirenas.

Los hombres se miraron entre sí. Maldijeron en voz baja. Uno empujó a Iván con fuerza; Iván cayó de lado, golpeándose el brazo contra el marco de la puerta. Los dos salieron corriendo hacia el coche y arrancaron levantando barro.

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