Los motoristas se lanzaron al río desbordado para salvar a 23 niños, mientras la maestra, paralizada en el techo, gritaba que iban a morir…
El autobús escolar se hundía a toda velocidad.
El agua ya tocaba las ventanas, marrón y espesa, con ramas, barro y trozos de plástico dando vueltas como si el río estuviera enfadado con el mundo. Y lo más terrible no era el ruido del aguacero ni el viento que azotaba el puente. Lo más terrible eran los gritos finitos, desordenados, de veintitrés niños de infantil atrapados dentro de aquella caja amarilla.
Yo estaba en el puente, agarrado a la barandilla con las manos frías, viendo cómo la corriente se tragaba la carretera como si fuera papel. Había gente alrededor, muchos con el móvil en alto, grabando. Algunos lloraban. Otros decían cosas sin sentido, como si hablar pudiera detener el agua.
En el carril de la derecha, casi pegadas al arcén, quedaban varias motos abandonadas. Grandes, pesadas, empapadas. Y junto a ellas, un grupo de hombres con chalecos de cuero y botas, de esos que suelen causar recelo en cualquier pueblo. Tenían tatuajes en brazos y cuello, barbas mojadas, miradas duras. Parecían sacados de una película, pero aquello no era cine.
Lo increíble fue que ellos no dudaron.
Mientras otros seguían con el teléfono, aquellos motoristas corrieron hacia el autobús sin siquiera mirarse entre sí. El más grande de todos—un tipo ancho como un ropero, con la cabeza rapada y una cicatriz vieja en la ceja—se lanzó al agua hasta la cintura, luchando contra la corriente. Los demás lo siguieron, formando una cadena humana, agarrándose por los antebrazos, apretando los dientes.
El agua ya se había llevado tres coches. Los vi desaparecer uno a uno: primero el pequeño, luego la furgoneta, luego un sedán oscuro que giró como un juguete antes de hundirse. Y aun así, esos hombres siguieron avanzando.
El grandullón llegó hasta la parte trasera del autobús, donde estaba la salida de emergencia. Golpeó la puerta con los puños desnudos, una vez, dos, tres… hasta que la cerradura cedió. Vi sangre mezclarse con el agua y correr por sus muñecas. No se detuvo. Volvió a golpear, y esta vez la puerta se abrió de golpe, como si el autobús suspirara antes de hundirse un poco más.
—¡Atrás! —gritó uno de los motoristas desde la cadena— ¡No se suelten!
En el techo del autobús, la maestra estaba allí, empapada, temblando como una hoja, con los ojos abiertos de par en par. No ayudaba, no bajaba, no hacía nada más que gritar.
—¡No toquen a mis alumnos! —chilló con una voz que me hizo doler el estómago—. ¡Ya llamé a emergencias! ¡Los verdaderos héroes vienen en camino!
La frase se me clavó. Porque “los verdaderos héroes” no estaban llegando. Los verdaderos héroes ya estaban allí, con las manos abiertas y los brazos ensangrentados, sosteniendo una cadena humana en medio del agua furiosa.
La corriente subía tan rápido que parecía mentira. Más tarde alguien dijo que el nivel subía un dedo cada treinta segundos. Yo solo sé que cada vez que parpadeaba, el autobús estaba un poco más hundido.
Los niños gritaban. Se escuchaban incluso por encima del rugido del agua.
Entonces, en una de las ventanas, una niña pegó la cara al cristal. Tenía el pelo pegado a la frente y los ojos llenos de miedo. Levantó una mano pequeña y golpeó el vidrio.
—¡Mi hermanito está bajo el agua! —gritó con una desesperación que no se le olvida a nadie—. ¡No sabe nadar! ¡No se mueve!
Esa frase hizo que todos los motoristas se tensaran. El grandullón—los demás lo llamaban Toro—miró la ventana rota, miró la corriente, y sin pensarlo se metió por el hueco de la salida.
Se zambulló dentro del autobús.
Y no volvió a salir.
El autobús empezó a girar, lento al principio, como un animal herido que busca acomodarse para morir. La corriente lo empujó de lado. La parte delantera se levantó un poco, y de repente todo el cuerpo del autobús se inclinó. La gente en el puente gritó. Yo sentí que el corazón se me iba al suelo.
La niña seguía en la ventana, ahora llorando, apretando la frente contra el vidrio.
—¡Por favor! —se le rompía la voz— ¡Por favor!
Los motoristas, empapados, apretaron la cadena. Sus botas resbalaban en el barro del borde. Uno de ellos, con un pañuelo negro en la cabeza, gritaba órdenes como si estuviera en un rescate de toda la vida.
—¡Aguanten! ¡No se suelten! ¡Uno a uno, carajo… uno a uno!
Yo no sabía si rezar o gritar o salir corriendo. Me quedé clavado. Solo podía mirar cómo el autobús se daba la vuelta y el agua lo cubría hasta el techo.
Parecía el final.
El marco amarillo desaparecía bajo la superficie marrón, y con él, la última esperanza. En mi cabeza solo repetía: se va… se va… se va…
Entonces, cuando ya no quedaba nada visible, una onda rompió el agua.
Primero salió una mano enorme, agarrándose al borde de la ventana rota como si el río fuera un enemigo al que se pudiera derrotar con fuerza. Luego apareció un brazo tatuado, y después, el cuerpo de Toro, jadeando, con la cara desencajada, pero vivo.
En el otro brazo llevaba a un niño pequeño, flaco, con la piel pálida, colgando como un muñeco mojado.
—¡Aquí! —rugió Toro con la voz áspera, como si le saliera de un sitio más profundo que la garganta.
Los del puente soltaron un grito al mismo tiempo. Los motoristas tiraron de la cadena con un empujón brutal, y el agua los sacudía, pero ellos no soltaban. Toro pasó al niño al siguiente hombre, uno de hombros anchos y barba canosa, que lo agarró con cuidado, como si sostuviera algo sagrado.
—¡Vamos, chiquito, no te me vayas! —le decía, pegándole la mano al pecho.
El niño tosió.
Tosió fuerte.
Y expulsó agua.
Luego soltó un quejido bajito. Un sonido pequeño, pero para nosotros fue como escuchar un milagro.
Los motoristas gritaron de alegría, un grito ronco, como de hombres que no suelen llorar pero que en ese momento estaban a punto. La niña de la ventana, al ver a su hermanito, empezó a llorar con un alivio tan grande que me hizo temblar a mí también, ahí arriba en el puente.
Uno a uno, los niños fueron saliendo. Manos pequeñas agarrándose a brazos grandes. Caritas asustadas pegadas al cuero mojado. Algunos lloraban, otros estaban mudos, con los ojos perdidos.
Un motorista con una marca de viruela en la mejilla—le decían Chispa—sacó a la niña primero, la acunó como si fuera su hija, y le tapó la cabeza con su chaleco, protegiéndola del viento.
—Ya, ya… —le murmuraba—. Ya estás, princesa. Ya estás.
La maestra seguía en el techo, paralizada, como si su cuerpo no entendiera lo que estaba pasando. Cuando por fin vio a los niños salir, se derrumbó de rodillas y rompió a llorar, pero no fue un llanto bonito: era un llanto de culpa, de miedo y de alivio mezclados.
A lo lejos se escucharon sirenas.
Tarde.
Muy tarde.
Los servicios de emergencia llegaron cuando los motoristas ya habían sacado al último niño. Los paramédicos corrieron por el barro con mantas térmicas, revisaron pulsos, abrazaron cuerpos pequeños temblando. Un policía intentó preguntar cosas, pero nadie lo escuchaba; todos estaban concentrados en que esos niños respiraran, en que los ojos volvieran a parpadear con normalidad.
Toro estaba apoyado en un árbol del borde, con el pecho subiendo y bajando como un fuelle. Tenía los nudillos abiertos, sangre en las manos, y aun así se quedó allí, sin presumir, sin buscar cámaras.
El niño que había salvado—el hermanito de la niña—se aferraba a su pierna con los brazos flojos, como si Toro fuera el único suelo firme del mundo.
—Gracias… —susurró el niño, casi sin voz.
Toro no dijo nada. Solo le tocó la cabeza con cuidado, como quien teme romper algo.
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