Navidad, un plato vacío para mi hija y un mensaje de alquiler que cambió a nuestra familia para siempre

Mi madre “olvidó” un plato para mi hija en Nochebuena. Dijo que “no había suficiente” porque había molestado al nieto de oro. Mientras tanto, a él le pusieron repetición. Yo no dije nada. Cogimos nuestros regalos y nos fuimos. A las 21:47, mi padre escribió: «La renta vence mañana». Yo no armé ningún escándalo.

Me llamo Álex. Tengo treinta y cinco años, soy responsable de soporte informático, hermano mayor por cuatro años, marido de Sara y padre de una niña de siete años llamada Lucía, a la que adopté cuando tenía tres.

Soy de esos que etiquetan las cajas de Navidad, tienen un cajón lleno de pilas y llegan pronto con sillas plegables “por si acaso”. No bebo mucho. No grito.

Arreglo el wifi y las mesas cojas. A mi familia le gusto porque soy útil.

La Navidad en casa de mis padres es un ritual: un belén de plástico más viejo que yo, un muñeco de nieve de papel con un solo ojo. La lista de música de mi madre es el mismo CD grabado de 2008.

Mi hermano, Dani, siempre llega tarde con su hijo, Marcos —nueve años y salvaje, el nieto de oro—. Mamá le llama «mi hombrecito», como si el resto de nosotros fuéramos inquilinos.

Entramos cargando una cazuela y galletas. La mano de Sara descansa en el hombro de Lucía. Lucía trae un dibujo envuelto para la abuela: monigotes cogidos de la mano bajo un árbol torcido. Me mira como preguntando: «¿Está bien?»

Sonrío. «Perfecto.»

—Los abrigos en la silla —dice mi madre, nerviosa—. Los zapatos fuera. Acabo de fregar el suelo.

Mi padre asiente hacia mí. —Ayúdame con el asado, campeón.

Lucía se asoma al comedor. La mesa está puesta con un camino de mesa rojo, ocho platos y cubiertos relucientes. Señala.
—¿Dónde me siento?

—A mi lado —le digo.

—¡Todos a la mesa! —aplaude mi madre. Coloca un plato delante de Marcos antes de que se siente siquiera. Él ya está masticando, con una segunda ración esperando en una fuente aparte.

Sonríe como si fuera dueño del edificio. Lucía se desliza en su silla y mira su lugar. No hay plato, ni tenedor, sólo un rectángulo vacío con una mancha donde el año pasado se derritió un bastón de caramelo.

Mantengo la voz ligera.
—Oye, mamá. Falta un plato para Lucía.

Mi madre no levanta la vista.
—No había suficiente. Ella molestó a Marcos, ¿recuerdas?

Sara aprieta su rodilla contra la mía.
—¿Cómo?

Dani se encoge de hombros.
—Le tiró la torre.

—Eran vasos —susurra Lucía—. Y dije perdón.

Mi madre hace un gesto con la mano.
—No premiamos el mal comportamiento.

Marcos estira la mano hacia su segunda ración y mi madre se la sirve riéndose.
—Está creciendo.

Lucía junta las manos en el regazo. La boca se le convierte en una línea pequeña y tensa. Oigo mi propia voz salir plana:
—Nos vamos a ir.

La sonrisa de mi madre se afila.
—Álex, no seas dramático.

Dani pone cara de burla.
—Tío, es Navidad.

Me levanto. Sara se levanta. Lucía se levanta. Cogemos los regalos que hemos traído, aún envueltos. Nadie intenta pararnos. Mi padre nos mira, silencioso como una televisión apagada.

En el porche, el aire corta como cuchillo. Abro el coche y Lucía se sube, abrochándose el cinturón sin decir una palabra. Los ojos de Sara están húmedos pero tranquilos.

«No he dicho ni una palabra», me repito, con las manos en el volante. «No estamos montando una escena.» Nos alejamos, y la casa se hace pequeña en el retrovisor. El viejo CD sigue sonando detrás de la puerta que hemos cerrado. No miro el móvil. Aún no.

Adoptamos a Lucía después de un año de cursos, inspecciones y formularios gordos como ladrillos. El día que el juez golpeó la mesa con el mazo, Lucía apretaba un zorro de peluche y susurró:
—¿Ahora soy tuya?

Le dije:
—Para siempre.

Y lo sentí tan fuerte que dolía. Mis padres me dijeron que estaban orgullosos. Se hicieron una foto con el juez, que mi madre enmarcó y puso en una mesita, entre dos fotos de Marcos.

En las cenas familiares, ella señalaba la foto de la adopción como si fuera un recuerdo de un viaje que hicimos una vez. Dani fue neutral hasta que entendió que la adopción no venía con fiestas de bebé y listas de regalos.

Llama a Lucía «tu niña», como si hubiera una distancia que no le compensa cruzar. Marcos la llama «no-prima de verdad», expresión que, probablemente, no se inventó él solo.

El dinero se sienta en nuestra mesa familiar como la sal: siempre está, se usa sin pensar. Cuando conseguí mi primer trabajo en soporte técnico, mi madre empezó a mandarme mensajes para pequeños favores.

La factura de internet era confusa; el seguro del coche era urgente. Dani necesitaba un “puente” entre trabajos de camarero. A mi padre le dio un tirón en la espalda y de repente yo estaba cubriendo sus gastos durante un mes, que se convirtió en tres.

Sara es enfermera y a veces trabaja de noche. No nadamos en dinero, pero planificamos. Decimos no a las vacaciones y sí a los tratamientos dentales. Hacemos presupuestos. Volvemos a llenar el ahorro con una cucharadita cada vez.

Cada diciembre, la coreografía se repite. Mi madre reparte platos para la cena y añade para nosotros un encargo caro porque somos «los responsables». Un pavo una vez. Un jamón dos veces.

—Vosotros sacáis puntos con la tarjeta —dice, como si los puntos fueran una moneda con la que pudiéramos alimentar a nuestra hija.

Cuando pido repartir los gastos, la voz de mi madre se vuelve suave.
—No conviertas esto en un tema de dinero, cariño.

Dani se pone a la defensiva.
—Tío, ahora mismo estoy entre trabajos.

Lleva entre trabajos tres años, pero a Marcos nunca le faltan zapatillas nuevas.

Antes de esta Navidad, mi madre llamó con su voz alegre:

—¿Podéis traer el asado? Y las servilletas buenas, las que tienen el borde dorado. Y vino: dos tintos, uno blanco. Ah, y platos. Los nuestros están todos picados. Tú sabes encontrar buenas ofertas.

Yo dije:
—Podemos traer guarniciones y postre. Ese es nuestro límite.

Se quedó callada un segundo.
—Es Navidad, Álex. No seas tacaño con el espíritu.

Sara me apretó la mano.
—Tenemos nuestras propias facturas —dije.

Dani saltó al chat familiar:

—No empecéis —y mandó una foto de Marcos en un parque de camas elásticas con el comentario: «Vale cada euro».
Dos días después, mi padre envió una captura de pantalla: «Los servicios este mes se dispararon», con una cifra redonda que parecía inventada. Pedí ver la factura. Respondió: «Es complicado», que es su forma de decir, «No preguntes».

Bajamos la cabeza. Lucía hizo tarjetas para todos con pegatinas de estrellas y la palabra «Abuela» mal escrita.

Practicó un pequeño discurso de «Feliz Navidad» porque ahora le gustan los discursos; el colegio hace eso con los niños. Aquella mañana, mientras ponía sus medias, pensé: «Podemos sobrevivir a una cena. Sonreír, asentir y marcharnos a una hora decente. No ser el problema.»

En la casa, el primer golpe llegó rápido:

«No había suficiente». El sitio vacío de Lucía. Las segundas raciones de Marcos. Toda la sala girando alrededor de un solo niño, como si fuera el sol. Sentí algo viejo subir por mi espalda: la parte de mí que siempre hace de amortiguador y dice: «Vale, yo lo arreglo, pero dejad de gritar». Pero miré las manos de Lucía, juntas como si rezara, y algo aún más antiguo se despertó. Nos fuimos.

En casa, calenté nuggets de pollo. Sara añadió zanahorias en tiras. Comimos en el sofá bajo una manta que huele a detergente. Lucía vio una película, comentando todo en voz alta, como hacen los niños.
—Mira, ¡un perro!

No mencionó la mesa. No preguntó nada. Después de que se cepillara los dientes y se acurrucara con el zorro, miré el móvil.

Nueve llamadas perdidas de mi madre. Cuatro de mi padre. Dos de Dani. Un nuevo título en el grupo familiar: «Tenemos que hablar de Álex». Un mensaje de mi madre: «Por favor, no nos avergüences montando una escena». Yo no había dicho una palabra. A las 21:47, por fin mi padre me escribió directamente: «La renta vence mañana».

Eso era nuevo. No era un recordatorio. No era un «estamos justos». No era un «¿nos ayudas?». Solo una frase que daba por hecho que mi cartera le pertenecía. Me quedé mirando la pantalla. Sara vio mi cara.
—¿Y ahora qué?

Le enseñé el móvil. Cerró los ojos y soltó el aire.
—Claro.

No contestamos. Acostamos a Lucía, apagamos las luces del árbol y nos sentamos en la mesa pequeña de la cocina, que pagamos con un cupón y un fin de semana lijando.
—Mañana —dijo Sara—. Lo enfrentamos mañana.

No se refería a la renta. Se refería al patrón.

Me quedé despierto más de lo que debía, rebobinando la imagen de las manos de Lucía sobre el mantel vacío y la mirada de mi madre cuando pedí un plato, como si le hubiera pedido que abriera el mar en dos. Cerca de medianoche, el móvil volvió a vibrar. Era Dani, en el grupo.

—Tío, has hecho llorar a Marcos. Paga la renta y deja de hacerte el raro.

Mi pulgar flotó sobre la pantalla. Puse el móvil boca abajo. Dormí. No bien, pero dormí.

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