La terraza del café brillaba bajo el sol del mediodía. Había copas de cristal, manteles blancos y ese silencio caro de los sitios donde todo el mundo parece tener dinero y prisa, pero habla bajito.
Alejandro Álvarez, empresario multimillonario y dueño de un gran grupo empresarial, estaba sentado solo en una mesa del rincón. Por primera vez en semanas se había permitido una pausa lejos de reuniones, llamadas y decisiones importantes. Respiró hondo mientras miraba el móvil, y el camarero dejó delante de él su plato: salmón al horno con salsa de limón y hierbas.
Alejandro tomó el tenedor. Estaba a punto de darle el primer bocado cuando—
—¡NO SE LO COMA!
El grito fue pequeño, pero tan agudo que cortó de golpe el murmullo tranquilo del lugar.
Alejandro se quedó inmóvil. Varias personas se giraron, molestas.
Junto al seto de la entrada del café había un niño de unos ocho años. Llevaba la ropa sucia, el pelo enredado y apretaba contra el pecho un osito de peluche desgastado. Sus ojos grandes, marrones, estaban llenos de miedo.
—¡Por favor! —repitió el niño, casi sin aire—. ¡No se lo coma! ¡Está envenenado!
Los de seguridad reaccionaron enseguida. Uno de ellos agarró al niño del brazo.
—Señor, es un crío de la calle —murmuró uno—. Seguro que está pidiendo dinero, yo lo saco ahora mismo…
—Un momento —dijo Alejandro, levantando la mano sin quitar la vista del niño—. ¿Qué has dicho?
El niño temblaba, pero no se echó atrás.
—Una señora vino y cambió su plato cuando el camarero se dio la vuelta —explicó, atropellado—. La vi echar algo de un frasquito muy pequeño.
El estómago de Alejandro se encogió.
—¿Una señora? —preguntó, con la voz más fría.
El niño asintió rápido.
—Llevaba gafas de sol… las uñas pintadas de rojo. Le dijo al camarero que era su asistente.
Alejandro parpadeó, aturdido. Su asistente verdadera estaba de vacaciones en otra ciudad.
Dejó el tenedor sobre la mesa con cuidado.
—Llévense este plato y que lo analicen ahora mismo —ordenó al jefe de seguridad—. Ya.
El camarero se puso pálido y se llevó el salmón casi corriendo.
Dos horas después llegaron los resultados.
El plato contenía una toxina mortal, casi imposible de detectar, pero letal en pocos minutos.
Alejandro sintió cómo se le iba la sangre de la cara. El equipo de seguridad revisó las cámaras del café. En una de ellas se veía claramente a una mujer con gafas de sol entrar un momento en la zona de cocina y luego salir por un callejón lateral.
Lo peor vino cuando ampliaron la imagen.
La mujer del vídeo no era una desconocida.
Era su esposa, Laura.
Alejandro se quedó mirando la pantalla, clavado en aquella imagen congelada del rostro de ella. Y entonces la realidad le golpeó el pecho como un puñetazo.
La persona que había dormido a su lado durante diez años acababa de intentar matarlo.
Esa noche, Alejandro se quedó solo en su despacho, con una copa de whisky delante que ni siquiera tocó. Sus pensamientos iban y venían como una tormenta. ¿Por qué Laura haría algo así? Sí, habían discutido, como cualquier matrimonio, pero… ¿llegar a planear un asesinato?
La puerta se abrió despacio. Era Ramón, su jefe de seguridad.
—Lo hemos confirmado, señor —dijo con gesto serio—. El veneno salió de un frasquito que hemos encontrado en el coche de la señora Laura. Es la misma sustancia.
Las manos de Alejandro se cerraron en puños.
—¿Dónde está ella?
—Ha desaparecido. Ha hecho una maleta y se ha ido de la casa hace unas tres horas —respondió Ramón—. Tenemos las cámaras de la entrada.
La mandíbula de Alejandro se tensó.
—Quiero que la encuentren.
Conforme avanzaba la investigación, la verdad se fue abriendo paso como una pesadilla. Los abogados descubrieron que Laura había movido en secreto varios millones de euros hacia cuentas en el extranjero. Correos electrónicos entre ella y un asesor financiero privado hablaban de un “nuevo comienzo” en otro país, después del “fallecimiento repentino” de Alejandro.
Todo estaba ahí, frío, calculado, escrito con palabras amables y planes sin alma.
En medio de ese caos, había algo que Alejandro no se podía quitar de la cabeza: el niño que le había salvado la vida.
El pequeño se llamaba Diego. Vivía con su madre enferma detrás del café, en una habitación improvisada en el patio de un edificio viejo. Llevaban meses así después de perder su piso por no poder pagar el alquiler.
Esa misma noche, Alejandro fue a verlos. La madre de Diego, delgada y con una tos seca que no podía controlar, quiso disculparse por el comportamiento del niño.
—Lo siento mucho, señor… —murmuró—. Diego no debería haber gritado así en un sitio fino, solo se asustó…
—No se disculpe —la interrumpió Alejandro con suavidad—. Su hijo me ha salvado la vida.
Diego lo miró desde el rincón, abrazando su osito.
—¿La señora… le va a hacer daño otra vez? —preguntó en voz baja.
Alejandro intentó sonreír.
—Ya no —respondió—. No va a tener otra oportunidad.
A la mañana siguiente encontraron a Laura en un pequeño aeródromo a las afueras de la ciudad. Intentaba salir con un nombre falso en la documentación. La detuvieron antes de que se acercara al avión.
La prueba era aplastante: el veneno, las cuentas, los correos, las imágenes de las cámaras.
Durante el interrogatorio, Laura acabó confesando a medias. Habló de codicia, de miedo a perder el control sobre el dinero, de rencor acumulado. Decía que se sentía atrapada, que quería “su propia vida”.
Alejandro la escuchó desde la sala contigua, sentado en silencio, mirando a través del cristal.
—Pensé que nunca te darías cuenta —dijo ella, llorando, con la voz rota—. Solo quería ser libre… No quería que llegara tan lejos.
Pero sí había querido. Había planeado cada detalle.
Esa noche, al salir de la comisaría, Alejandro levantó la vista al cielo de la ciudad. Se dio cuenta de que todo lo que había levantado con años de trabajo, todas las celebraciones y los logros, habían estado a punto de terminar con un solo bocado de comida envenenada.
Y si no hubiera sido por un niño sin hogar escondido entre los arbustos, su historia habría acabado allí mismo, en aquel café elegante.
Pasaron las semanas. Los periódicos y los programas de televisión no hablaban de otra cosa:
“Esposa de empresario millonario detenida por intentar envenenarlo”.
Alejandro rechazó todas las entrevistas. No quería que su vida se convirtiera en un espectáculo. Prefería centrarse en lo que, de repente, había pasado a ser lo importante: Diego y su madre.
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