Ocho euros, una vida y cien motos en gratitud

—Buenos días, ¿pasa algo?

Doña Carmen se acercó y bajó aún más la voz.

—Me han dicho que anoche ayudaste a uno de esos moteros de chaleco… de ese club tan problemático. ¿Es verdad?

A Carla se le cayó el alma a los pies.

—Tuvo un infarto, Doña Carmen. Tenía que hacerlo.

—Carla, esa gente está metida en líos, en cosas feas. ¿En qué estabas pensando? Tienes a Alma.

—Era una persona —respondió Carla, tranquila—. Una persona que se moría.

Doña Carmen negó con la cabeza, decepcionada.

—Eres demasiado buena para este mundo, hija. Esa bondad te va a costar caro algún día, acuérdate.

Se dio la vuelta y se fue a su piso. Carla cerró la puerta despacio. Le temblaban las manos. ¿Se había equivocado?

Miró a Alma, que seguía comiendo galletas ajena a todo. Respiró hondo.

En la lavandería, Carla doblaba ropa en piloto automático, pero tenía la cabeza en otra parte. Las palabras de Doña Carmen se repetían: Esa bondad te va a hacer daño. Lucía, su compañera, se dio cuenta.

—Algo te pasa. Se te ve lejos.

Carla dudó, pero acabó contándole todo: la gasolinera, el motero, el infarto, los 8 €.

Lucía abrió mucho los ojos.

—¿Ayudaste a uno de esos moteros de club? Niña, tienes más valor que yo.

—O menos cabeza —murmuró Carla—. Eso dice Doña Carmen.

Lucía le apretó la mano.

—Tú hiciste lo que te dijo el corazón. No dejes que nadie te haga sentir mal por eso.

—¿Y si tiene razón? ¿Y si me he metido en un lío?

—Salvaste una vida —dijo Lucía—. Eso nunca está mal.

En su descanso, Carla sacó la tarjeta de su bolsillo. Miró el pequeño símbolo de la corona con alas, una y otra vez. Abrió el móvil y escribió un mensaje corto al número.

«Hola, soy Carla Morales. Diego me dio este número anoche.»

Antes de arrepentirse, pulsó enviar.

A los pocos segundos, sonó el móvil. Número desconocido. Lo dejó sonar hasta que saltó el buzón de voz. Luego escuchó el mensaje.

—Carla, soy Diego. Toro quiere verte hoy. ¿Puedes venir a las 15:00 al bar Los Olivos, en la avenida? Es importante. Por favor.

El corazón le latía tan fuerte que casi le dolía. Lucía se acercó.

—¿Qué dicen?

—Quieren verme esta tarde.

—Pues ve —respondió Lucía—. ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que te inviten a un café?

Carla intentó sonreír, pero tenía un nudo en el estómago. Terminaba en la lavandería a las 14:00. Podía llegar. Pero ¿qué diría la gente? ¿Y si Doña Carmen se enteraba? ¿Y si de verdad había sido un error?

Al salir, vio dos motos aparcadas al otro lado de la calle. Dos hombres con chalecos la miraban. Cuando ella levantó la vista, ellos asintieron respetuosamente y arrancaron. Carla se quedó en la acera, con el corazón a mil.

¿En qué se había metido? ¿Y podría salir?


Tomó el autobús hasta la avenida. No podía dejar de temblar. Cuando el bus giró la esquina, los vio.

Motos. Decenas. Aparcadas en fila perfecta frente al bar Los Olivos. Cromo reluciente bajo el sol de la tarde. Su estómago se encogió.

El autobús se detuvo. Carla estuvo a punto de quedarse sentada. Pero algo la empujó a bajar.

Los moteros llenaban la acera: hombres grandes, tatuados, barbas grises; también mujeres, firmes, con chalecos llenos de parches. No gritaban ni hacían ruido. Simplemente esperaban.

Cuando Carla caminó entre ellos, cada uno asintió. Uno de los mayores se llevó la mano a la gorra en gesto de respeto. Carla notó el corazón golpeándole las costillas.

Llegó a la puerta, respiró hondo y entró.

El bar estaba lleno. Cada mesa, cada taburete, ocupado por gente de chaleco. Nadie hablaba. Cuando Carla dio el primer paso dentro, todas las miradas se volvieron hacia ella.

Diego apareció desde el fondo, sonriendo.

—Carla, gracias por venir. Toro te espera.

Mientras caminaban, algo increíble ocurrió. Los moteros se levantaron. Uno tras otro, a medida que ella pasaba, se ponían en pie. Como una ola silenciosa que recorría la sala. Carla no sabía qué significaba, pero intuía que era importante.

En una mesa del rincón, Toro estaba sentado. Tenía mejor cara que la noche anterior, aunque se movía con cuidado. Cuando la vio, se incorporó despacio, con una mueca de dolor.

—Carla Morales —dijo—, siéntate, por favor.

Ella se sentó. Toro la estudió un momento.

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