—¿Cómo te encuentras?
—Bien —respondió—. ¿Y usted?
—El médico dice que si no hubieras actuado tan rápido, estaría muerto. Infarto.
—Me alegra que esté aquí.
Toro se inclinó hacia adelante.
—Diego me lo ha contado todo. No aceptaste dinero. Tienes una hija, dos trabajos. Y usaste tus últimos 8 € para salvar mi vida.
Carla se removió en la silla.
—No lo hice por dinero.
—Lo sé —dijo él—. Por eso quería conocerte.
Sacó una fotografía del bolsillo y se la deslizó por la mesa. En ella, un Toro más joven sonreía al lado de una mujer. Entre los dos, una niña de unos siete años, con ojos brillantes y una sonrisa enorme.
—Es mi hija —dijo en voz baja—. Se llamaba Lili.
—¿Se llamaba…? —repitió Carla.
—Leucemia —explicó—. Tenía siete años. No teníamos dinero suficiente para empezar el tratamiento a tiempo. Cuando por fin juntamos el dinero, ya era tarde.
Carla sintió un nudo en la garganta.
—Lo siento mucho.
Toro apretó la mandíbula.
—Cuando murió, hice una promesa. Cada vez que alguien mostrara verdadera bondad, de esa que duele, especialmente teniendo poco, yo ayudaría. Es lo que ella habría querido.
Carla no supo qué contestar. Toro la miró a los ojos.
—Mañana por la mañana va a pasar algo en tu calle. No te asustes. Solo… confía en mí.
—¿Qué va a pasar? —preguntó ella.
Toro sonrió, cansado.
—Lo verás.
Se levantó, le estrechó la mano, dejó dinero para la cuenta y se marchó con Diego. Carla se quedó sola, rodeada de moteros en silencio.
Uno de los más veteranos se inclinó hacia ella.
—Has hecho algo grande, chica. Aunque no lo veas aún.
No entendió del todo, pero lo guardó en su corazón.
En la calle de Carla, el barrio hervía de rumores. Doña Carmen hablaba con Don Ricardo, el vecino de tres puertas más abajo.
—Esta chica Carla se ha metido con esos moteros —decía—. Ya verás, al final tendremos problemas.
—¿Un club de motos en nuestra calle? —rezongó Don Ricardo—. Aquí hay niños. No me gusta ni un pelo.
Una madre joven los oyó.
—Mañana no dejo a mis niños salir a la calle —murmuró.
La noticia corrió. Al caer la tarde, todo el bloque estaba en tensión. Padres llamaron a otros padres. Se bajaron persianas. Nadie sabía qué iba a pasar, pero todos tenían miedo.
Y Carla, de vuelta en el autobús, sentía en el estómago una piedra. ¿Y si de verdad había sido un error?
Lo descubriría al día siguiente.
Carla se despertó con un estruendo como de tormenta: un rugido profundo que hacía vibrar los cristales. Motores.
Corrió a la ventana. Su calle estaba llena de motos. Decenas, quizá cien, aparcadas en fila. Chalecos, cascos, botas. Un mar de cuero y cromo.
—Dios mío… —susurró.
Alma entró corriendo.
—Mamá, ¿por qué hay tantas motos?
Carla no supo qué decir.
Se vistió deprisa y salió a la calle de la mano de su hija. Todo el vecindario se había asomado, pero no por curiosidad, sino por miedo.
Se oían cerrojos. Puertas que se cerraban. Padres que metían a los hijos dentro. Doña Carmen en su balcón, móvil en mano.
—Sí, policía, en mi calle hay una banda de moteros —decía—. No sé qué quieren, pero vengan rápido.
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