Mi padre, un motero al que llegué a odiar, murió cuando su moto grande chocó contra una valla de seguridad en la carretera, y yo me negué a ir a identificar su cuerpo.
—Señorita, necesitamos la confirmación de un familiar —dijo el agente por teléfono.
—Busquen a otra persona.
—Usted figura como contacto de emergencia. Es su única hija…
Colgué.
Tres días después, su hermano de club, al que todos llamaban “Tanque”, apareció en mi puerta. Ciento treinta kilos de hombre, barba gris hasta el pecho, el mismo chaleco de cuero gastado que mi padre había llevado cada día de mi infancia.
—Sara, tu padre se ha ido —dijo, apoyado en el marco.
—Ya lo sé.
—Necesitamos que tú…
—He dicho que busquen a otra persona —empecé a cerrar la puerta.
La bota de Tanque la detuvo.
—No hay nadie más, chica. Lo sabes.
Lo sabía. Mamá se había ido cuando yo tenía tres años. Sin hermanos. Sin tíos. Sin primos. Solo yo y el hombre que había elegido su moto y su club por encima de todo lo demás.
—Está bien —resoplé, cogiendo las llaves—. Terminemos con esto.
En el depósito de cadáveres, el forense levantó la sábana y allí estaba. Tomás “Ruta” Morales. Sesenta y dos años.
La cicatriz encima de la ceja izquierda, de una pelea en un bar cuando yo tenía siete años. La nariz torcida de otra pelea, cuando tenía doce.
La barba gris que le supliqué que se afeitara antes de mi graduación del instituto.
—¿Es su padre? —preguntó el médico.
—Sí.
Eso fue todo. Nada de lágrimas. Nada de derrumbes. Solo confirmación y papeles.
Tanque me llevó de vuelta en silencio. Al llegar a mi portal, me alargó una llave.
—De su piso. Alguien tiene que vaciarlo.
—Quemen todo.
—Sara…
—No quiero nada suyo.
Los ojos de Tanque, del mismo azul que los de mi padre, me estudiaron un segundo.
—Tu viejo te quería más de lo que…
—No sigas —le arranqué la llave de la mano—. Simplemente no sigas.
Pasaron dos semanas antes de que por fin condujera hasta el edificio donde vivía. No porque tuviera ganas.
Porque la casera me llamó y me dijo que tiraría todas sus cosas a un contenedor si nadie se ocupaba.
El piso olía a aceite de motor y a cigarrillos. Latas de cerveza por toda la mesa del salón.
Revistas de motos apiladas hasta casi el techo. Exactamente lo que esperaba de Tomás Morales.
Empecé a llenar bolsas de basura. Ropa vieja. Botellas vacías. Piezas rotas de moto.
Veintitrés años de resentimiento alimentaban cada lanzamiento al fondo de la bolsa.
El dormitorio era aún peor. Pósteres de motos enormes en todas las paredes. La cama sin hacer desde hacía quién sabe cuánto.
Más latas. Más revistas. Más recordatorios de quién ocupaba el primer lugar en su vida… y no era yo.
Entonces lo vi. Su casco viejo, en la balda alta del armario. El que tenía desde antes de que yo naciera.
Negro, con una calavera pintada a un lado. Me lo había puesto una sola vez, con cinco años, antes de aprender a odiar todo lo que representaba.
Algo sonó dentro cuando lo bajé.
Una cajita de madera, encajada en el interior del casco. Me temblaban las manos cuando la abrí.
Arriba de todo estaba mi boletín de notas de infantil. “Sara es un placer en clase —había escrito la seño—. Es amable con todos”.
Debajo, mi foto de primero de primaria. Sin los dientes delanteros, con dos coletas que mamá me había hecho antes de marcharse.
Luego segundo. Tercero. Cuarto.
Cada boletín. Cada foto del colegio. Cada diploma. Mención de honor de quinto.
Asistencia perfecta en séptimo. La invitación a la asociación académica del instituto, en el penúltimo curso.
Los había guardado todos.
Debajo de las cosas del colegio había recibos. Cientos de ellos. Cogí el primero.
“Academia de Danza del Barrio – 1.200 € – Sara Morales, 7–10 años”.
Dejé de respirar.
Otro recibo. “Clínica Dental del Centro – Plan de pago 5.000 € – Ortodoncia de Sara Morales”.
Otro más. “Depósito de residencia universitaria – 2.500 € – Sara Morales”.
Más recibos. Más pagos. Clases de música. Campamentos de verano. Libros de la universidad. Mi vestido de boda.
Cada cosa que yo pensaba que habían pagado mis abuelos maternos. Cada oportunidad que tuve al crecer.
Cada gasto que había dado por hecho que venía de “cualquier sitio menos de él, porque tu padre ni se entera”.
Y eran suyos.
Al fondo de la caja había un sobre. “Para Sara”, escrito con su letra horrible.
Dentro, una sola hoja de papel:
“Sara, sé que me odias. Sé por qué. No fui el padre que merecías. Bebí demasiado. Peleé demasiado. Te hice pasar demasiada vergüenza.
Pero todo lo que hice, lo hice por ti. Cada hora extra en el taller. Cada trabajo a domicilio. Cada arreglo de madrugada. Todo, para ti.
Tus abuelos dijeron que sería mejor que no supieras que el dinero venía de mí. Dijeron que lo rechazarías si lo sabías. Seguramente tenían razón.
Me quedé lejos de tu boda, como me pediste. Pero estuve allí. Al otro lado de la calle. Viendo a mi niña casarse con un buen hombre. Estabas igualita que tu madre.
Estoy orgulloso de ti, pequeña. Siempre lo he estado.
Rueda libre, Papá”.
La fecha de la carta era de hacía tres semanas.
Tres semanas atrás, él ya lo sabía. De alguna manera, sabía que su tiempo se acababa y escribió esa carta.
Llamé a Tanque, llorando tan fuerte que no entendía nada de lo que decía.
—¿Adónde iba? —logré articular por fin—. Aquella noche. ¿Adónde iba a las dos de la madrugada?
Silencio. Luego:
—Sara…
—¿ADÓNDE IBA? —grité.
—Al hospital.
—¿Qué? ¿Por qué?
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