Pagó a una panadera para fingir ser madre una semana y el final cambió sus vidas para siempre

Pagó a una panadera para fingir ser madre una semana y el final cambió sus vidas para siempre

Mi esposa abandonó a nuestra hija de cuatro años. Para salvar su cumpleaños, le pagué a una chica de una panadería para que fingiera ser “algo así como su mamá” durante una semana. Estaba desesperado. No sabía que todo terminaría en una mentira que podía salvarnos… o destruirnos por completo.

Sus ojos, de un marrón suave y compasivo, se endurecieron apenas un poco.

—Señor Medina —empezó, con la voz baja pero firme—, creo que me está confundiendo con alguien que se puede comprar.

Noté cómo el rubor me subía por el cuello. Tenía razón. Estaba tratando todo aquello como si fuera una negociación más, un problema que se resuelve con dinero.

—No, yo… lo siento —balbuceé, y toda mi seguridad habitual desapareció—. Es que… estoy desesperado. Soy padre. Y estoy fallando.

Miré a mi hija, Claudia, que en ese momento estaba frente al pequeño acuario de la panadería, explicándole muy seria a un pez dorado cómo funcionaban las “amistades” entre los peces. Ella, tan tranquila, tan ajena a todo.

—Mire —continué, volviendo a mirar a la chica de la panadería, Lucía—. No se lo pido por mí. Yo puedo soportar la lástima. Puedo soportar los susurros de los otros padres. Todos saben que Marta se fue. Lo saben. Pero Claudia… ella no entiende por qué. Solo sabe que su mamá ya no está. Y mañana será la única niña en su propia fiesta de cumpleaños sin una.

La expresión de Lucía se suavizó. La defensa en sus ojos fue sustituida por una tristeza profunda.

—Lo que me está pidiendo no es solo una mentira, señor Medina —dijo despacio—. Es una actuación. Y puede ser muy cruel cuando se termine.

—Es más cruel dejarla sentada sola —solté, más duro de lo que quería—. Es solo una semana. Digamos siete días. Vienes a la fiesta, te quedas en la casita de invitados. Está separada de la casa principal, completamente independiente. Cenamos juntos algunas veces. Le lees un cuento. Y luego… te vas a un viaje de trabajo. Uno largo. Lo iré preparando poco a poco. Yo… ya encontraré la manera. Te lo prometo.

Estaba desvariando, lanzando planes a medio formar, como si las palabras pudieran tapar el agujero que tenía en el pecho. En su rostro vi la lucha entre la duda y la compasión. Me había dicho que era maestra de infantil. Conocía a los niños. Sabía exactamente lo que le estaba pidiendo… y exactamente cuánto daño podía hacer.

—No puedo —susurró, negando con la cabeza—. Lo siento por su hija, de verdad. Pero no puedo ser esa persona.

Se dio la vuelta para regresar al mostrador, a su vida normal. Sentí cómo se me caía el mundo encima. Era mi última idea, la más absurda… y también había fallado. Claudia tendría su fiesta, y yo pasaría todo el tiempo con una sonrisa falsa, mirando cómo se le partía el corazón poco a poco.

—Llora para dormirse —dije entonces.

Lucía se detuvo. Seguía dándome la espalda.

—Casi todas las noches —continué, con la voz rota—. Pregunta por su madre. Pregunta si se portó mal. Si por eso mamá se fue. Yo le digo que no. Le digo que es perfecta. Que su madre la quería. Pero tiene cuatro años… cumple cinco mañana. Y ya lo nota. Sabe que también le miento en eso. Marta no ha llamado en ocho meses. Ni por Navidad. Ni por Año Nuevo. Nada.

Me pasé la mano por la cara, sintiendo la barba áspera de un día entero entre reuniones, en un trabajo que últimamente me parecía vacío.

—Solo intento darle un día —susurré—. Un solo día en el que se sienta completa. Un día en el que no sea “la pobrecita a la que su mamá dejó”. ¿Es tan malo eso?

El silencio se alargó en la panadería. Solo se oía el zumbido de las vitrinas y la vocecita de Claudia hablándole al pez.

Lucía se giró poco a poco. Tenía los ojos brillantes.

Me miró de verdad, más allá del traje caro y del título de director general. Vio al hombre que se estaba ahogando.

—Una semana —dijo al fin, casi en un hilo de voz.

Parpadeé.

—¿Qué?

—Una semana —repitió, ahora más firme—. Y ponemos reglas. Mis reglas.

—Lo que quieras —respiré aliviado, sintiendo un descanso tan grande que casi me mareo.

—Primera regla: duermo en la casita de invitados. No entras allí. Yo soy tu empleada, esto es un trabajo. Nada… inapropiado.

—Por supuesto —asentí enseguida—. Nada de eso.

—Segunda regla: me pagas lo que acabas de ofrecer —dijo, repitiendo la cifra que yo había soltado en mi desesperación—. Pero no es para mí. Lo voy a donar a la unidad infantil de un hospital público. No lo hago por dinero.

Me dejó sin palabras.

—De acuerdo. Hecho —respondí.

—Tercera regla: a Claudia le decimos la verdad. No toda la verdad, pero una parte. Yo no soy su madre. No voy a fingir ser “Marta”. Me llamo Lucía. Soy… una amiga nueva. Una amiga muy especial, que viene a ayudar a celebrar su cumpleaños.

Dudé.

—¿Y se lo va a creer? Los otros padres…

—Los otros padres me dan igual —me cortó, con la voz como un cuchillo—. Me importa ella. No vamos a construir esto sobre una mentira que ella misma desmontará dentro de poco. Le diremos que soy Lucía. Si los demás adultos quieren imaginar otra cosa, es su problema. Pero yo no voy a mirar a esa niña a los ojos y fingir ser su madre desaparecida. Es así, o me voy.

Miré a Claudia y luego a Lucía. Tenía razón. Era mejor que mi idea. Más limpio.

—Tienes razón —admití—. De acuerdo. Lucía. Una amiga especial. Puedo trabajar con eso.

—Bien —dijo ella, sacando una libreta del bolsillo del delantal—. Apunta tu dirección. Estaré allí mañana a las diez de la mañana. Una hora antes de la fiesta.

Escribí la dirección de mi casa grande y fría, con jardín perfecto y demasiadas habitaciones vacías. Al darle el papel, sentí que firmaba el contrato más importante de mi vida.

—Lucía —dije, mientras guardaba la hoja—. Gracias.

—No me des las gracias todavía, señor Medina —respondió, con la sonrisa amable de dependienta, pero los ojos serios—. Probablemente esta es la peor idea que hemos tenido cualquiera de los dos. Ahora… ¿de qué sabor quería las magdalenas?

A la mañana siguiente estaba hecho un desastre. Había pasado la noche entera dudando: a ratos me creía un genio, y luego estaba seguro de ser un monstruo.

Ya le había contado algo a Claudia.

—Cariño, tengo una sorpresa —le dije—. Hoy viene a tu fiesta una amiga muy especial mía. Se llama Lucía.

—¿Es una mamá? —preguntó en seguida.

—Es… es mi amiga. Y está muy ilusionada por conocerte.

El timbre sonó a las 10:01.

Abrí la puerta. Allí estaba. Lucía. Ya no llevaba el uniforme de la panadería. Tenía un vestido sencillo de color amarillo suave y sandalias planas. El pelo suelto, en ondas ligeras. Estaba… guapísima. Y aterrada.

Llevaba un regalo perfectamente envuelto entre las manos.

—Hola —dijo, con la voz tensa.

—Hola —respondí—. Pasa.

Claudia apareció corriendo desde el salón.

—¿Tú eres Lucía?

La cara de Lucía cambió. El miedo desapareció, y volvió el mismo calor verdadero que yo había visto en la panadería. Se arrodilló.

—Yo soy —contestó—. Y tú debes de ser Claudia. Me han dicho que hoy cumples cinco años.

—¡Tengo cinco! —gritó mi hija, levantando la mano como prueba.

—Vaya, eso es muy importante —dijo Lucía, entregándole el regalo—. Esto es para ti.

Claudia lo abrió con entusiasmo. Dentro había un libro ilustrado, un cuento clásico sobre un conejito de peluche que se vuelve “real” cuando lo quieren de verdad.

—Va de cómo las cosas se vuelven de verdad cuando alguien las ama —explicó Lucía en voz baja.

Sentí que se me cerraba la garganta.

Claudia, mi hija, la misma niña que no había abrazado a ningún extraño en ocho meses, se lanzó a su cuello y la abrazó fuerte.

—¡Gracias! —exclamó.

Los brazos de Lucía la rodearon, y por encima de la cabeza de mi hija me miró. Sus ojos decían: ¿Ves? Esto se hace así.

La fiesta fue un torbellino de caos, azúcar y niños gritando. El castillo hinchable fue un éxito. La comida estaba perfecta. Y Lucía… Lucía fue una revelación.

Se movía con una naturalidad que me dejó sin habla. No parecía que estuviera actuando. Solo… estaba allí.

Ayudó a un niño que se raspó la rodilla. Organizó un “pilla-pilla” y un “pato, pato, ganso”. Sirvió el pastel, riéndose cuando se manchó la nariz de crema.

Y fue mi escudo.

Las “otras mamás”, esposas de socios y clientes, no tardaron en acercarse como aves elegantes y curiosas.

—¡Javier, cariño! —dijo una de ellas, Elena, mientras miraba a Lucía de arriba abajo—. No nos habías dicho que estabas… saliendo con alguien.

Antes de que yo pudiera responder algo torpe, Lucía estiró la mano con una sonrisa encantadora.

—Soy Lucía, mucho gusto. Tenía muchas ganas de conocer por fin a algunas de las amigas de Javier. Me ha hablado tanto de ustedes.

Era una mentira sencilla… y brillante. Yo no le había contado nada.

—Ah… —vaciló Elena—. ¿Y desde cuándo estáis…?

—Ay, se siente como si fuera desde siempre, ¿verdad? —rió Lucía, enlazando su brazo con el mío. Yo me puse rígido, sorprendido, pero ella me apretó el brazo discretamente. Entendí la señal y me relajé, siguiendo el juego.

—Javier ha estado tan ocupado con el trabajo y yo terminando el curso con mis peques en el cole… —añadió ella—. Hemos disfrutado mucho el tiempo juntos antes de que… bueno, ya sabes.

Dejó la frase abierta a propósito. Les dio algo jugoso para imaginar.

Mordieron el anzuelo sin dudar. Supusieron que era “la nueva novia”. Una maestra sencilla, agradable. El contraste perfecto con mi ex, siempre tan fría y preocupada por las apariencias. Se lo creyeron todo.

Pero lo más increíble no fue la actuación. Fue verla con Claudia.

Cuando llegó la hora del pastel, Claudia se sentó en la cabecera de la mesa. Yo me puse detrás de ella, listo para encender las velas.

—¡Espera! —gritó Claudia—. ¡Lucía!

Lucía, que estaba recogiendo platos, corrió hacia nosotros. Claudia le agarró la mano.

—Tienes que ponerte al lado de papá —ordenó.

Nos quedamos los dos, uno a cada lado de ella. Los móviles alrededor disparaban fotos sin parar. Éramos un retrato. La familia feliz.

Sentí un dolor en el pecho. Era una mentira. La mentira más bonita que había visto en mi vida.

Esa noche, cuando ya se habían ido todos, cuando Claudia dormía rodeada de un montón de regalos “del tamaño de una mamá de verdad”, fui a la casita de invitados. Encontré a Lucía guardando sus cosas en una pequeña mochila.

—La fiesta ya terminó —dijo, sin mirarme—. Me iré antes de que se despierte. Puedes empezar con eso de “el viaje de trabajo”.

—No —dije.

Se quedó quieta.

—¿Cómo que no? —preguntó al girarse—. El trato era solo para la fiesta.

—El trato era una semana —le recordé, apoyado en el marco de la puerta—. Hoy has estado increíble. No veía a Claudia tan feliz desde…

No pude terminar la frase.

—Ya se ha encariñado —respondió Lucía, agotada—. Me abrazó para darme las buenas noches. Me preguntó si estaría aquí para el desayuno.

—¿Y qué le dijiste?

—Le dije “ya veremos”. Otra mentira.

—Quédate —le pedí—. Solo… quédate la semana. Como quedamos. Déjala disfrutar esto. Solo unos días más.

Lucía me miró, con la cara medio a oscuras.

—Es un error —murmuró.

—Lo sé —admití—. Por favor.

Suspiró muy hondo, como si soltara el peso de todo el día.

—Está bien. La semana. Pero, Javier… después me voy. Tienes que prepararla. Y tienes que prepararte tú.

Asentí, aunque algo frío empezaba a apretarme el estómago. Tenía razón. Era un error. Pero no por lo que ella pensaba.

El error era que, al verla con mi hija ese día, al verla manejar a mis “amigos” tiburones, al verla reír con crema en la nariz… ya no estaba pensando en Claudia.

Estaba pensando en mí.

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