Los siguientes seis días fueron una tortura… y a la vez lo más cercano a la felicidad que había sentido en mucho tiempo.
Entramos en una especie de rutina doméstica extraña. Me levantaba y la encontraba en la cocina de la casa principal, preparando café. Leía el periódico y, sin decir nada, me pasaba la sección de economía.
—A Claudia le gustan las tortitas con chispas de chocolate, pero solo los martes —murmuraba.
—¿Cómo sabes eso? —preguntaba yo, sorprendido.
—Ella me lo dijo. Solo hay que escucharla.
Tomé la semana libre en el trabajo. Mi asistente se quedó en shock, pero no me importó.
Nos convertimos en algo que se parecía demasiado a una familia. Llevamos a Claudia al parque. Lucía la empujaba en los columpios y yo sentía una punzada de celos absurda: quería ser yo quien las hiciera reír de esa manera.
Vimos películas. Construimos una fortaleza de cojines en el salón, sobre una alfombra carísima que claramente no estaba hecha para eso. Lucía y Claudia se quedaron dormidas dentro del “castillo”, tapadas con una manta. Yo me quedé una hora en el sofá, mirándolas, con una mezcla de ternura y miedo.
Era… fácil. Peligrosamente fácil.
Lucía no se parecía en nada a Marta. Mi ex se preocupaba por los cócteles de beneficencia, las “escuelas correctas”, las fotos perfectas. Su amor siempre tenía condiciones.
El cariño de Lucía simplemente estaba ahí. En cómo le quitaba las orillas al sándwich de Claudia. En cómo discutía con seriedad si ese día tocaba leer “A dormir, luna” o “Donde viven los monstruos”, como si fuera un asunto de Estado.
Por las noches, después de acostar a la niña, nos sentábamos en la terraza. Ella con su taza de té; yo con un vaso de whisky.
Me contaba su vida. Que había crecido en un pueblo pequeño. Que soñaba con abrir un centro infantil para niños con necesidades especiales. Me habló de su compromiso roto, de un hombre que “amaba la idea que tenía de ella”, pero no a la persona real.
—Quería una esposa que invitara al jefe a cenar —me dijo, mirando las estrellas—. No a alguien que volviera a casa con pintura en el pelo y purpurina en la ropa.
—A mí me gusta la purpurina —dije, con la voz espesa.
Sonrió, pero con tristeza.
—Esto no es real, Javier.
—Parece real —respondí.
—Ya vamos en el día seis —me recordó—. Mañana es el día siete. Se acaba el contrato.
—¿Y si no quiero que se acabe? —La frase me salió sin pensar. Se quedó flotando en el aire fresco de la noche.
Lucía se levantó.
—No hagas esto. No lo hagas más difícil. Tengo que ir a hacer la maleta.
Me dejó allí, solo, con el hielo derritiéndose en mi vaso.
Día siete.
Me desperté en una casa extrañamente silenciosa.
La puerta de la casita de invitados estaba abierta. Su mochila ya no estaba.
Un miedo helado me atravesó. Se había ido. Se había escapado, igual que Marta.
Corrí de vuelta a la casa principal, con el corazón desbocado.
—¿Lucía? —llamé.
La cocina estaba vacía. Pero el café estaba hecho. Y sobre la encimera había una nota.
“Javier:
Soy una cobarde. No pude despedirme de ella. Estoy en la panadería, me toca el turno de sábado. Lo siento muchísimo. Por favor dile que tuve que irme. Dile que la voy a extrañar.
—L.”
La leí tres veces. Y entonces oí un ruidito.
—¿Papá?
Claudia estaba en el marco de la puerta de la cocina, frotándose los ojos, con su osito de peluche en la mano.
—¿Dónde está Lucía? Hoy tocan tortitas de sábado —dijo, muy seria.
Sentí cómo se me rompía el corazón. La mentira se había acabado. Era hora de pagar el precio.
—Cariño… —empecé, arrodillándome.
—Se ha ido, ¿verdad? —preguntó ella.
La sabiduría de los niños es un cuchillo.
—Sí, mi vida. Ha tenido que irse a trabajar.
—¿Como mamá?
Maldita sea.
—No. No como mamá. Lucía… Lucía ha tenido que volver a su casa. A su trabajo. A su vida.
El labio inferior de Claudia empezó a temblar.
—Pero… ella es nuestra amiga. Las amigas se quedan.
—Ya lo sé, cielo. Ya lo sé.
—Yo la quiero —susurró. Y cayó la primera lágrima.
Y eso fue todo.
No iba a permitirlo. No iba a dejar que otra persona importante desapareciera de su vida sin más.
—Ponte los zapatos —dije de pronto.
—¿Qué?
—Ponte los zapatos. Vamos a llegar tarde.
—¿Tarde a qué?
—A las tortitas.
La panadería estaba llena. Típico sábado por la mañana.
La vi a través del cristal. El pelo otra vez recogido en un moño sencillo, el uniforme color crema. Parecía otra persona. Ya no era “nuestra Lucía”. Era solo la dependienta.
Claudia empujó la puerta antes de que yo pudiera detenerla.
—¡LUCÍA! —gritó.
Toda la panadería se quedó en silencio. Todos los clientes se dieron la vuelta.
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