Pensó que era su esposa perfecta y sumisa, hasta que su carta en el juzgado lo destruyó todo

—Carmen, no tienes que preocuparte por el dinero —me dijo una noche, mientras cenábamos en el comedor con lámpara de cristal y mantel impecable.

Cortaba su filete con movimientos precisos, como le había enseñado su madre.

—Yo gano suficiente para los dos. Tú deberías centrarte en hacer de nuestra casa un lugar bonito.

En aquel entonces, yo trabajaba en una pequeña agencia de publicidad en el centro, ayudando a negocios locales con sus campañas. Me encantaba mi trabajo, los retos creativos, ver cómo algo que había pensado funcionaba.

Pero Benjamín llevaba meses insinuando que debería dejarlo.

—Es que me gusta trabajar —respondí, enrollando la pasta en el tenedor—. Y el sueldo extra nos ayuda a ahorrar para el futuro.

Dejó el cuchillo sobre el plato y me miró con esos ojos oscuros que antes me hacían vibrar.

—Cariño, no necesitamos tu sueldecito —dijo, alargando la palabra como si le supiera mal—. Apenas te da para la gasolina y la ropa de oficina. ¿No preferirías dedicar tu tiempo a nuestra casa? Podrías ir pensando en los niños.

La palabra “sueldecito” me quemó las mejillas. Yo ganaba lo suficiente como para pagar la compra y las facturas básicas. Pero miré alrededor: la mesa enorme, los muebles caros, el cuadro que su madre había mandado traer de no sé dónde.

De pronto, mi sueldo me pareció minúsculo.

—Supongo que podría tomarme un tiempo… —murmuré.

La sonrisa de Benjamín se encendió como un faro.

—Esa es mi chica lista. Vas a ser mucho más feliz en casa.

En un mes, había dejado el trabajo.

Benjamín tomó el control absoluto de nuestras finanzas “para simplificar”. Puso todo a su nombre. Me dio una tarjeta para gastos de la casa y me dijo que, si necesitaba algo más, solo tenía que pedirlo.

Al principio, casi me gustaba sentirme “cuidada”.

Decoraba la casa, cocinaba platos complicados, organizaba las cenas de negocios y las comidas con clientes. Me aprendí de memoria la lista de personas importantes que había que invitar, a quién sentar con quién.

Pero poco a poco, todo fue cambiando.

La tarjeta tenía un límite ridículo, y Benjamín revisaba cada compra.

Cuando compré unas cortinas nuevas, preguntó por qué no le había consultado antes.
Cuando gasté un poco más en la compra semanal, quiso ver todos los tickets.

—Carmen, tenemos que ser más cuidadosos con el dinero —me dijo una noche, repasando el extracto de la tarjeta con un bolígrafo rojo—. Esta cafetería… ¿qué es?

—Tomé un café con Lucía —respondí, sintiéndome como una niña regañada—. Fueron ocho euros.

—Ocho aquí, doce allá… al final es mucho. Mejor invita a tus amigas a casa. Es más económico.

Dejé de ir a cafeterías.

Luego dejé de comprar ropa sin preguntar.
Después dejé, simplemente, de comprar cualquier cosa que no fuera estrictamente necesaria.

Benjamín me felicitaba por “lo responsable” que era. Mientras tanto, él seguía comprándose trajes caros y pagando comidas de negocios que costaban más que mi presupuesto semanal.

Dolores, su madre, hacía todo aún peor.

Venía casi todos los domingos a comer, y siempre encontraba algo que criticar.
Las flores del jardín, el punto de sal del guiso, el vestido que yo llevaba.

—Benjamín, hijo —dijo un domingo, cortando su carne en trocitos delicados—, ayer vi a una chica encantadora en el club social. Verónica, se llama. Diseñadora de interiores. De buena familia. Y su trabajo es exquisito.

Benjamín asintió con educación, pero vi algo en su mirada. Interés.

—He oído hablar de ella. Muy talentosa.

—Deberías contratarla para redecorar las habitaciones de invitados —siguió Dolores, sin mirarme—. Podrían tener un toque más… profesional.

Yo había pasado semanas escogiendo colores, telas, cuadros. Pero sentada allí, escuchando, me sentí torpe, como si todo lo que hacía fuese de segunda categoría.

—Es una idea estupenda, mamá —dijo Benjamín—. ¿Tú qué opinas, Carmen?

¿Qué iba a decir? ¿Que no quería que otra mujer quitara mi trabajo de las paredes, mi gusto, mi esfuerzo?

—Claro —dije, con una sonrisa de plástico—. Lo que tú veas.


Fue entonces cuando empezaron las llamadas raras.

Benjamín se levantaba de la mesa para contestar, diciendo que era “del trabajo”. Empezó a llegar tarde a casa con excusa de reuniones importantes. Volvía muchas noches cuando yo ya había cenado sola.

Cuando le preguntaba por su día, cada vez contaba menos detalles.

—¿Qué tal la reunión del proyecto nuevo? —pregunté una tarde, mientras aflojaba su corbata.

—Bien, lo de siempre —dijo, sin mirarme—. Clientes pesados.

Pero yo había visto su agenda aquella mañana, olvidada en la encimera. No había ninguna reunión de proyecto. Solo un “V.H. 19:00” junto al nombre de un restaurante.

Empecé a fijarme en cosas que antes había ignorado.

Extractos bancarios que guardaba demasiado rápido.
Llamadas que se cortaban en cuanto yo entraba al despacho.
Una colonia nueva que no había visto nunca.
Camisas que volvían de la tintorería con manchas de pintalabios que no era el mío.

Una noche, doblando la ropa limpia, encontré un ticket en el bolsillo de sus pantalones. Era de un restaurante caro del centro, con fecha del martes anterior. Cena para dos. Botella de vino, postre, café.

El mismo martes en que me había dicho que iba a quedarse hasta tarde “firmando unos papeles”.

Las manos me temblaban al sostener el papel. El total era más que mi presupuesto de todo un mes. Uno de los platos era un pescado carísimo que él siempre había dicho que “no podíamos permitirnos”.

Haz clic en el botón de abajo para leer la siguiente parte de la historia. ⏬⏬

Scroll to Top