Pensó que era su esposa perfecta y sumisa, hasta que su carta en el juzgado lo destruyó todo

Me senté en la cama, con ese papel en la mano, y sentí que algo se rompía dentro de mí.

Ya no era cuestión de dinero, ni de estrés, ni de su madre. Era mentira. Frente a frente.

Esa noche, Benjamín volvió oliendo a perfume ajeno. Yo no dije nada. Sonreí, le pregunté por su día, y me contó una historia llena de reuniones que ya sabía que no existían. Serví la cena como si nada.

Por fuera, parecía la misma. Por dentro, algo había empezado a moverse.

Al día siguiente, esperé a que saliera de casa. Pero en vez de ponerme a limpiar, me puse vaqueros oscuros, una gorra y cogí las llaves del coche.

Me sentía como una espía de película. Solo que no era una película. Era mi vida.

Fui hasta su oficina y aparqué enfrente, donde podía ver la puerta. El corazón se me salía del pecho. ¿Qué pensaba hacer, seguir a mi propio marido por la ciudad?

A las once y media, lo vi salir.

No iba solo.

A su lado caminaba una mujer alta, rubia, con abrigo rojo. Guapa de esa forma que duele. Perfecta. Ropa cara, postura recta, sonrisa fácil.

Todo lo que yo ya no era.

Subieron juntos al coche de Benjamín, riéndose. Ella le tocó el brazo al hablar, y él le sonrió como me sonreía a mí al principio.

Los seguí a distancia, tragando lágrimas, por las calles de la ciudad.

Fueron a un restaurante italiano de los más caros del centro. El mismo donde él me había dicho, hacía un año, que ya no podíamos ir porque “había que ahorrar”.

Los vi por la ventana. Mesa en la esquina, manteles blancos, velas. Se cogían de la mano encima de los platos. Ella tenía que ser Verónica, la diseñadora de interiores de la que hablaba Dolores.

Era aún más perfecta de cerca.

Dos horas después, él la acompañó a un coche de alta gama aparcado cerca. Le dio un beso largo, de verdad. Me giré. No podía mirar más.

Ese sábado les seguí hasta un club privado con pistas de tenis. Dolores también estaba allí, sentada en la terraza, aplaudiendo cuando Verónica anotaba un punto. Luego se sentaron los tres juntos. Brindis, risas, manos en brazos, miradas cómplices.

Ya no era un simple engaño. Era un casting para mi reemplazo.

Esa noche, Benjamín llegó a casa con arañazos en los brazos.

—¿Qué te ha pasado? —pregunté, sabiendo la respuesta verdadera.

—Moviendo unas cajas en la obra —respondió sin pestañear—. Había un clavo suelto.

Otra mentira, tan fácil que me pregunté cuántas más habría tragado sin darme cuenta.


Dos meses después de empezar a observar, entendí algo peor que la infidelidad.

Benjamín no solo me engañaba. Planeaba dejarme por Verónica… y dejarme en la calle.

Todas las conversaciones sobre dinero.
Todas las restricciones.
Toda la dependencia que había creado poco a poco.

Era un plan.

Divorcio. Él se quedaba con la casa, los coches, los pisos que decía que eran “de clientes”, las inversiones. Yo, con nada. Y libre para casarse con Verónica bajo la bendición orgullosa de Dolores.

Pero cometió un error.

Pensó que yo era tonta.

Una noche, tumbada a su lado mientras él dormía profundamente, tomé una decisión. Si quería jugar con dinero y mentiras, tendría que aprender a jugar mejor que él.

La mañana siguiente esperé a que saliera “a una reunión con un cliente” (yo sabía que era un brunch con Verónica). En vez de poner la lavadora, fui a su despacho privado.

Era “su” habitación. La única que yo no podía tocar. Siempre la cerraba con llave. Pero yo sabía dónde la guardaba: bajo la base de una lámpara.

Me tembló la mano al girar la llave.

El despacho estaba impecable. Estanterías, archivadores, un escritorio grande lleno de papeles perfectamente colocados.

No sabía exactamente qué buscaba.

Así que empecé por los cajones.

La mayoría eran cosas aburridas que no entendía: contratos, facturas, cartas de clientes.

En el cajón de abajo encontré una carpeta con el título “Cuentas personales”.

Había extractos de bancos que nunca había visto. Tres cuentas distintas, todas a su nombre. Movimientos enormes de dinero. Ingresos que no cuadraban con lo que “oficialmente” ganaba su empresa inmobiliaria.

Cantidades de efectivo entrando y saliendo. Transferencias a otras cuentas. Pagos a nombres de empresas que no conocía.

Les hice fotos con el móvil, con cuidado de dejar cada papel exactamente como estaba.

Seguí revisando. En el archivador encontré otra carpeta: “Inversiones Fuentes S.L.”. Según los documentos, esa sociedad tenía varios pisos y locales por la ciudad. Propiedades que Benjamín me había presentado siempre como “de clientes”.

En otra carpeta había recibos de compras que yo nunca había visto: un reloj carísimo, unas vacaciones en unas islas tropicales, joyas. Todo pagado desde esas cuentas “personales”.

Lo peor estaba en un archivador marcado “Documentos legales”.

Estrategias de “protección de patrimonio”. Papeles que hablaban de mover dinero a otros países, de empresas pantalla. No entendía todos los términos, pero sí lo suficiente:

Benjamín no solo escondía dinero de mí. Lo escondía de todo el mundo.

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