Pensó que era su esposa perfecta y sumisa, hasta que su carta en el juzgado lo destruyó todo

Pasé tres horas allí dentro, haciendo fotos sin parar.

Cuando oí su coche en la entrada, ya había cerrado la puerta, dejado la llave en su sitio y estaba en la cocina, cortando verduras, como cualquier día.

—¿Qué tal la reunión? —pregunté cuando me besó en la mejilla.

—Productiva —contestó—. El proyecto nuevo va mejor de lo esperado.

Mentira tras mentira.

Esa misma tarde hice algo que tampoco había hecho jamás: llamé a mi vieja amiga Lucía, la contable con la que trabajaba antes.

—Carmen, ¡cuánto tiempo! —dijo cuando respondió—. ¿Todo bien?

—No lo sé —admití—. Necesito que me expliques unas cosas de unos papeles de bancos. ¿Podemos vernos a tomar un café?

—Claro. Te noto rara, ¿pasa algo serio?

—Te lo cuento allí.

Quedamos en una cafetería pequeña, en un barrio donde sabía que Benjamín no pondría un pie. Lucía seguía igual: pelo rizado, sonrisa acogedora. Pero cuando vio las fotos en mi móvil, la sonrisa desapareció.

—Carmen… ¿de dónde has sacado todo esto?

—Del despacho de Benjamín.

Lucía se puso seria de golpe. Amplió las fotos, leyó, hizo zoom en números y nombres de empresas.

—Algunas de estas operaciones… son muy raras —dijo—. Mira, aquí: ingresos grandes en efectivo desde empresas que, por lo que veo, casi no existen en ningún registro. Luego ese dinero va pasando por varias cuentas antes de acabar en otras fuera del país. Y estas sociedades… —señaló la pantalla—, muchas son solo nombres sin actividad real.

Levantó la mirada.

—Esto, Carmen, huele a blanqueo de dinero.

Sentí que la cafetería se inclinaba un poco.

—¿Blanqueo? No… Benjamín solo vende pisos.

—Blanqueo de dinero —repitió ella despacio— es cuando alguien coge dinero sucio, de actividades ilegales, y lo mete en negocios y cuentas para que parezca legal. Es un delito muy grave.

Me quedé en silencio un momento, con las manos heladas alrededor de la taza.

—¿Estás segura?

—No soy policía —dijo—, pero he trabajado en casos parecidos. Los patrones se parecen mucho. Mira estos ingresos en efectivo, estas “empresas” que no tienen casi actividad, estas transferencias poco claras… No me gusta nada.

Tragué saliva.

—¿Qué hago entonces?

Lucía pensó unos segundos.

—Conozco a un inspector que trabaja en delitos económicos. Se llama Antonio Rivera. Es serio, no es de los que van contando secretos. Si quieres, te doy su número.

Asentí. No confiaba en mi voz.

Lucía escribió el nombre y el teléfono en una servilleta y me la pasó.

—Carmen… —dijo, apretándome la mano—, ten mucho cuidado. Si tu marido está metido en algo así, puede ser peligroso. No le digas que has visto estos papeles.

Volví a casa como si manejara un coche prestado, en automático. Benjamín estaba en su despacho, quizá moviendo más dinero mientras yo hacía la cena.

Aquella noche, mientras él dormía, yo miraba el techo y trataba de ordenar lo que había descubierto.

Mi marido no solo me engañaba y planeaba dejarme sin nada. Era un delincuente. Y yo, sin saberlo, había sido su pantalla perfecta de “esposita” durante años.

Por primera vez en mucho tiempo, además de miedo, sentí otra cosa.

Rabia.

Mucha.

Había mentido sobre nuestro matrimonio, nuestro dinero, nuestra vida. Me había cortado las alas, luego me señalaba diciendo que no volaba.

Pero ahora yo tenía algo que él no esperaba: información.

Y la información, como siempre me repetía él, es poder.


A la mañana siguiente, esperé a que saliera para “otra reunión”.

Cuando cerró la puerta detrás de él, saqué la servilleta de la cartera y marqué el número con manos temblorosas.

—Unidad de Delitos Económicos, inspector Rivera —contestó una voz grave.

—Buenos días —dije, casi en un susurro—. Me llamo Carmen Fuentes. Una amiga, Lucía… Lucía Morales, me dio su número. Creo que mi marido podría estar haciendo algo ilegal con dinero.

Silencio breve.

—Señora Fuentes, ¿podría venir a la comisaría esta tarde? Es mejor hablar de esto en persona.


Dos horas después estaba sentada en un despacho pequeño de la policía. Frente a mí, un hombre de unos cuarenta y tantos, con pelo ya algo canoso y ojos cansados pero amables, miraba las fotos de mi móvil.

Tenía las imágenes de las cuentas y las empresas extendidas sobre la mesa, impresas.

—¿Desde cuándo sospecha usted de estas actividades? —preguntó.

—Ayer vi los papeles por primera vez. Antes… no tenía ni idea.

Asintió.

—Es bastante normal. En estos casos, la pareja suele ser la última en enterarse.

Señaló varios extractos.

—Aquí hay un patrón muy claro de blanqueo de capitales. Su marido recibe grandes cantidades de efectivo desde empresas prácticamente ficticias, las mueve por diversas cuentas y termina integrándolas en operaciones inmobiliarias. Es… un esquema bastante típico.

Sentí una punzada en el estómago.

—¿De dónde viene ese dinero, entonces?

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