Pensó que era su esposa perfecta y sumisa, hasta que su carta en el juzgado lo destruyó todo

—Habitualmente de actividades ilegales: drogas, juego clandestino, extorsión… No puedo decirle exactamente el origen solo con esto, pero el rastro es feo. Su negocio de pisos es una tapadera muy cómoda para “limpiar” el dinero.

Tragué saliva.

—Si le pillan… ¿cuánto tiempo podría ir a prisión?

—El blanqueo es un delito grave. Dependiendo de las cantidades, podría enfrentarse a muchos años de cárcel. Además, si demostramos que los bienes se compraron con dinero sucio, el Estado puede quedarse con ellos.

—¿Con… todo? —pregunté, sintiendo un frío distinto ahora.

—Con los bienes que se hayan adquirido con dinero de origen ilícito. La casa, los coches, cuentas bancarias, inversiones… Si están manchados, se incautan.

Un nudo me apretó la garganta.

Si Benjamín caía, yo también me quedaría sin nada. Justo lo que él quería, solo que por otra vía.

Guardé silencio un momento, mirando mis propias manos.

—Inspector Rivera —dije por fin, despacio—, ¿y si yo le ayudara a reunir más pruebas? ¿Y si consiguiera documentos, grabaciones… más cosas?

Él se echó ligeramente hacia atrás, estudiándome.

—Sería muy peligroso para usted. Si su marido sospecha que le está investigando… estas personas no suelen reaccionar bien a la traición.

—Peligro ya tengo —respondí—. Si él sigue con esto, un día llamarán a la puerta y se lo llevarán. Y con él se irán la casa y todo lo demás. Además, está preparando el divorcio. Quiere dejarme en la calle.

Le sostuve la mirada.

—No pienso quedarme sentada.

El inspector se quedó callado, pensativo.

—¿Qué es exactamente lo que propone?

—Tengo acceso a su despacho, a su ordenador, a sus papeles. Podría copiar archivos, hacer fotos, grabar conversaciones. Podría averiguar con quién se reúne. Pero necesito protección. Y garantías.

—¿Qué tipo de garantías?

—Quiero inmunidad. No quiero que nadie venga a decir que yo era cómplice. Y quiero protección si se vuelve violento. Y… —respiré hondo— quiero conservar los bienes que no estén manchados. Lo que se haya comprado con dinero limpio de su negocio de pisos.

Por primera vez, el inspector sonrió un poco.

—Señora Fuentes, está pensando como una fiscal.

—He tenido un buen maestro —respondí, con amargura—. Mi marido lleva años explicándome que “quien sabe, manda”.

—Déjeme hacer unas llamadas —dijo el inspector—. No puedo prometerle nada aún, pero hay programas para colaboradores. Si aceptan, tendrá un acuerdo por escrito.


Tres días después volví a ese mismo despacho, pero esta vez no estaba sola con el inspector.

Había una mujer esperándonos, de traje oscuro y mirada directa.

—Soy Laura, fiscal especializada en delitos económicos —se presentó—. El inspector Rivera me ha explicado su situación.

Sobre la mesa había un documento de varias páginas.

—Señora Fuentes —dijo—, esto es un acuerdo de colaboración. Usted se compromete a ayudarnos a reunir pruebas contra su marido y las personas con las que trabaja. A cambio, la fiscalía pedirá que no se la acuse de nada relacionado con estos delitos. Y se hará todo lo posible para que conserve los bienes que puedan probarse como adquiridos con dinero legal.

—¿Y la protección? —pregunté.

—Mientras esté colaborando, su caso se tratará con la máxima discreción. Si en algún momento apreciamos riesgo real, se pueden tomar medidas adicionales.

Miré el papel.

Miré al inspector.

Miré a Laura.

Y firmé.

Mi mano no tembló.

—¿Cuándo empezamos? —pregunté.


Durante los dos meses siguientes me convertí en dos mujeres diferentes.

Por la mañana seguía siendo la esposa perfecta. La que prepara la comida, la que pregunta “¿cómo te ha ido, cariño?”, la que sonríe en las comidas con su madre.

Cuando Benjamín salía de casa, me ponía la otra piel.

Aprendí a esconder pequeños dispositivos de grabación en su despacho y en su coche. El inspector me enseñó cómo colocar el móvil para captar conversaciones sin que se notara. Cómo hacer fotos a la pantalla del ordenador sin reflejos. Cómo guardar todo y borrarlo del teléfono para que nadie lo viera.

Descubrimos que Benjamín no solo blanqueaba dinero para una organización criminal. También se quedaba con una parte extra para él, sin que sus “socios” lo supieran. Eso explicaba los regalos para Verónica, los viajes, los restaurantes.

Grabé conversaciones donde presumía ante un socio de lo fácil que era engañar a todo el mundo.

Fotografié reuniones con hombres que daban miedo solo con verlos, entregándole sobres y maletines.

Cada noche, mientras él roncaba a mi lado, yo repasaba mentalmente todo lo que había hecho ese día: los papeles que había fotografiado, las frases que había grabado, los nombres que había oído.

A veces, cuando me miraba, decía:

—Te noto distinta últimamente. Más segura. Me gusta.

—He estado leyendo más —respondía yo. También era verdad. Leía leyes, artículos sobre blanqueo, historias de mujeres que habían salido adelante solas.

Él sonreía satisfecho.

—El saber es poder, ya lo sabes.

No tenía ni idea.

Al cabo de dos meses, el inspector me llamó.

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