—Carmen, con lo que has traído, ya podríamos detenerlo y congelar casi todos sus bienes —dijo—. Tenemos más que suficiente.
Me quedé en silencio unos segundos.
—Quiero pedirle algo —dije.
—Diga.
—Necesito una semana más.
—¿Para qué?
Miré por la ventana de la cocina, donde el jardín que yo cuidaba tenía flores que Dolores siempre criticaba.
—Está preparando el divorcio —expliqué—. Quiere dejarme como una aprovechada sin recursos. Quiero que se siente en un juzgado, rodeado de sus abogados caros, con su amante en el público y su madre sonriendo. Quiero verle creer que lo ha ganado todo.
Respiré hondo.
—Y luego quiero que se entere, delante de todos, de que el juego se le ha acabado.
Al otro lado de la línea, el inspector guardó silencio un momento.
—Podemos coordinarlo con la jueza —dijo al fin—. Pero será justo: en cuanto tengamos la orden, lo detenemos.
—Eso es exactamente lo que quiero.
Colgué y apoyé la frente en el cristal de la ventana.
La trampa estaba lista.
Solo tenía que esperar a que Benjamín entrara en ella.
Y así llegó el día que habíamos marcado en rojo, aunque solo el inspector Rivera, la fiscal Laura y yo sabíamos por qué.
Un martes frío de noviembre.
Estaba sentada en el pasillo del juzgado, con un vestido negro sencillo que me hacía parecer más frágil de lo que me sentía por dentro. Tenía las manos entrelazadas sobre el bolso, como si así pudiera sujetar mi propia calma.
Benjamín apareció con sus tres abogados, todos con maletines y trajes impecables. Caminaban como si entraran a un hotel de lujo, no a un juzgado.
—Buenos días, Carmen —dijo él, con ese tono dulce y falso que tan bien conocía—. Espero que podamos resolver esto rápido y sin dramas.
Asentí, bajando un poco la mirada.
—Solo quiero algo justo, Benjamín.
Me palmeó el hombro como si fuera una niña.
—Por supuesto, cariño. Yo me encargaré de que estés “bien cuidada”.
Unos minutos después llegó Verónica, con un traje azul que probablemente valía más que mi antiguo coche. Se sentó detrás de la mesa de Benjamín, en el banco del público, como reina que espera su corona. Dolores se colocó a su lado, y las dos empezaron a susurrar y a sonreír, como si estuvieran en una fiesta.
Entramos en la sala.
La jueza Hernández tomó asiento. El secretario leyó los datos del caso. Y el abogado principal de Benjamín —el señor Herrera, alto, canoso, reloj caro— se levantó con aire triunfal.
—Señoría —empezó—, este es un caso muy sencillo. Mi cliente, el señor Fuentes, es un empresario de éxito que ha mantenido a su esposa durante ocho años. La señora Fuentes no tiene ingresos propios, no tiene estudios más allá del bachillerato y no ha contribuido económicamente al hogar.
Se paseó delante de la mesa, señalando unos gráficos.
—Ella pretende ahora una compensación desproporcionada que pondría en peligro la estabilidad de la empresa de mi cliente. Lo que mi cliente ofrece es más que razonable: una ayuda mensual modesta hasta que ella pueda formarse y buscar empleo.
Si no hubiera sabido la verdad, casi me habría creído su discurso.
La primera en testificar fue Dolores.
Se sentó muy recta, con un traje azul marino y un collar de perlas. Parecía una señora muy respetable. Solo yo sabía lo afilada que era esa sonrisa.
—La señora Fuentes nunca se adaptó a nuestro entorno —dijo sin dudar—. Mi hijo ha intentado ayudarla a mejorar. Pagó cursos de protocolo, ropa adecuada, incluso clases para ampliar su cultura general. Pero ella no mostró interés.
Mentía con una tranquilidad que daba miedo.
—¿Diría usted que su hijo se ha comportado como un marido generoso? —preguntó el abogado Herrera.
—Absolutamente —respondió Dolores—. Le dio una vida cómoda. Ella no tenía ninguna obligación más que cuidar la casa, y muchas veces ni eso hacía bien. Él llevaba todo el peso.
Yo apreté la mandíbula. No había pagado ni un curso, ni un profesor, ni nada. Pero nadie en la sala lo sabía, excepto yo.
—Gracias, señora Fuentes —dijo el abogado—. No hay más preguntas.
Mi abogado, el señor Pérez, se levantó para el contrainterrogatorio. Estaba sudando. No era mal hombre, pero estaba sobrepasado.
—Señora —titubeó—, ¿es cierto que su hijo controlaba todas las cuentas y que Carmen no tenía acceso directo al dinero?
—Mi hijo se ocupaba de las finanzas porque es responsable —replicó Dolores, ofendida—. Ella jamás mostró interés. Prefería otras cosas.
—¿Y es cierto que usted conocía a Verónica antes de la separación? —insistió él—. ¿Que la recomendó usted misma?
Los ojos de Dolores chispearon de rabia.
—No sé qué intenta insinuar. Conozco a mucha gente. No tengo nada más que decir.
Herrera sonrió, satisfecho. El señor Pérez, no sabiendo por dónde seguir, se sentó.
Luego le tocó el turno a Benjamín.
Subió al estrado con aire triste, como si realmente sufriera.
—Señoría —dijo, con voz suave—, yo amé a Carmen. Pero ella no quiso trabajar para construir una vida juntos. No apoyaba mi carrera. Gastaba sin pensar. Yo intenté enseñarle a administrar, pero no le interesaba.
“Gastaba sin pensar”.
Yo, que había guardado cada ticket de la compra para que él no se enfadara.
—Solo pido algo razonable —continuó—. Una pequeña cantidad para que pueda empezar de nuevo. No quiero hacerle daño, pero no puedo cargar con alguien que no quiere asumir responsabilidades.
El abogado Herrera lo fue guiando, pregunta a pregunta, hasta crear la imagen perfecta: él, el buen esposo; yo, la esposa vaga que se aprovechaba de su bondad.
Había momentos en que yo misma, escuchándolo, habría dudado… si no hubiera vivido cada día de nuestra vida.
Mi abogado intentó hacerle preguntas sobre el control del dinero, sobre por qué me había pedido dejar el trabajo. Benjamín respondió con frases tan bonitas que casi rozaban la poesía.
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