Perdió la entrevista de sus sueños, pero una foto borrosa en la calle cambió su destino para siempre

Perdió la entrevista más importante de su vida… pero ese mismo día, sin saberlo, salvó algo muchísimo más grande.

Perdió la entrevista más importante de su vida… pero ese mismo día, sin saberlo, salvó algo muchísimo más grande.

Aquella mañana, el sol se reflejaba en las torres de cristal del centro de la ciudad mientras Diego Martínez se ajustaba la corbata y miraba su reflejo en la ventanilla del autobús.

Tenía veintiséis años, y sentía que ese día era el resultado de todo lo que había vivido desde que terminó la universidad: trabajos temporales, noches sin dormir, currículos enviados sin respuesta.

Iba camino a Consultora Horizonte, una de las empresas más respetadas del sector. Para Diego, esa entrevista significaba mucho más que un sueldo: era la posibilidad de una vida estable, de recuperar la dignidad y de cuidar de su tía Rosa, la mujer que lo había criado sola desde que su madre falleció.

Bajó del autobús quince minutos antes de la hora, apretando contra el pecho una carpeta con su currículum, cartas de recomendación y todas sus esperanzas.

El aire de la mañana estaba fresco, y su corazón latía rápido, entre nervios y emoción.

Mientras caminaba por la avenida principal hacia el enorme edificio de cristal, algo llamó su atención: una mujer y su hija pequeña iban unos pasos delante de él.

La mujer, con un abrigo color crema, miraba concentrada la pantalla de su móvil. La niña, de no más de cinco años, sostenía un globo rosa que flotaba alegremente sobre su cabeza.

De pronto, el globo se soltó de sus manos y salió volando hacia la calle. La niña corrió tras él, riéndose, sin darse cuenta del autobús urbano que se acercaba a toda velocidad. El corazón de Diego se detuvo por un instante.

—¡Señora, su hija! —gritó con todas sus fuerzas, pero ella no lo escuchó.

El instinto tomó el control.

Diego soltó la carpeta y echó a correr. Se lanzó hacia adelante y agarró a la niña justo cuando el claxon del autobús sonó con un estruendo que pareció partir el aire. Todo se volvió un borrón de ruido, movimiento y miedo. Los dos cayeron al suelo, rodando sobre el asfalto. El autobús frenó de golpe, quedándose a escasos centímetros de ellos.

La niña rompió a llorar, asustada pero ilesa. La madre llegó corriendo, temblando.

—¡Dios mío…! ¡La ha salvado! ¡Ha salvado a mi niña! —balbuceó, con la voz rota.

Diego intentó incorporarse, pero un dolor agudo y punzante le atravesó el tobillo. Solo entonces se dio cuenta de que lo había torcido muy mal al caer.

Los papeles de su carpeta estaban desparramados por la acera, pisoteados por la gente que intentaba rodear el caos. Miró su reloj. Eran las 9:40. La entrevista ya había empezado.

La mujer insistió en llevarlo al hospital, pero él negó con la cabeza, tragándose las molestias mientras cojeaba.

—Solo… solo asegúrese de que ella esté bien —murmuró, aún alterado.

Mientras Diego se perdía entre la multitud, la mujer recogió un trozo de papel rasgado que había quedado en el suelo.

Era una parte del currículum. El nombre resaltaba claramente: Diego Martínez. Debajo, podía leerse: Candidato a puesto en Consultora Horizonte. Un escalofrío le recorrió la espalda. Esa era la empresa de su marido.

En ese momento, comprendió que el hombre que había salvado a su hija quizá acababa de perderlo todo por ello.

Esa tarde, Diego estaba sentado en el viejo sofá de su pequeño piso, con una bolsa de hielo sujetada al tobillo hinchado con una toalla. La adrenalina ya se había ido, y solo quedaban el cansancio y una tristeza pesada. En su móvil parpadeaba un correo sin abrir: “Entrevista no realizada – Consultora Horizonte”. Cerró la pantalla sin leer más.

En la cocina, la tía Rosa resopló al verlo.

—Arriesgas la vida por la hija de una desconocida, y ¿qué te llevas? Un tobillo hecho polvo y sin trabajo —refunfuñó.

Diego sonrió apenas.

—La niña está viva, tía. Eso es lo que importa.

—Con “eso es lo que importa” no se paga el alquiler —respondió ella, pero su voz se suavizó al final, y sus ojos se humedecieron.

Diego se recostó y se quedó mirando el techo.

A su lado, la carpeta descansaba abierta, con las hojas rotas y manchadas de la calle.

Pensó que quizá no estaba destinado a ser. Siempre había creído que las cosas tenían su momento, pero aquello le parecía cruel. Cerró los ojos y recordó los ojos aterrados de la niña, el sonido del claxon, la voz temblorosa de la madre. Tal vez había perdido una oportunidad, pero había salvado una vida.

Al otro lado de la ciudad, en un ático luminoso con vistas a los edificios del centro, Lucía se sentó junto a la cama donde su hija Ana dormía, aún abrazando un peluche.

Las manos de Lucía temblaban al recordar la escena: el globo, el autobús, el joven que se lanzó sin pensarlo. Sobre la mesa del salón, cerca de ella, estaba la carpeta que había recogido del suelo. La cara de Diego sonreía desde la primera página. Ahí estaban su título, su experiencia, sus estudios, todo apuntando al mismo lugar: Consultora Horizonte, la empresa de su marido.

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