Ella rescató a un niño moribundo en la calle y, años después, él volvió como millonario para salvarle la vida…
La lluvia caía con tanta fuerza que parecía que el cielo se había roto en mil pedazos.
Elena Morales apretó con fuerza el volante mientras conducía de regreso a casa después de otro turno eterno en el banco. Estaba agotada, con la cabeza llena de números, fechas límite y esa soledad silenciosa que la acompañaba desde hacía años.
Todo cambió cuando los faros de su coche iluminaron algo en el arcén de la carretera inundada.
Un chico —delgado, empapado, casi sin moverse.
El corazón de Elena dio un vuelco. Sin pensarlo ni un segundo, pisó el freno con fuerza, abrió la puerta y salió corriendo bajo el aguacero. El chico ardía de fiebre, la ropa pegada a su cuerpo frágil, los labios morados. Sus ojos se abrieron apenas al oír la voz de ella.
—Tranquilo… ya te tengo —susurró Elena, aunque a ella también le temblaba la voz.
Lo levantó en brazos. No pesaba nada. Lo llevó a toda prisa hasta el coche. La lluvia convertía todo en un borrón gris, pero a Elena le daba igual. Condujo rápido, con las manos temblorosas en el volante, rezando por dentro para que no fuera demasiado tarde.
En el hospital, los médicos se lo llevaron de inmediato. Elena se quedó fuera de urgencias, empapada, con las manos entrelazadas y los dientes castañeteando, sin saber si era de frío o de miedo. Los minutos se hicieron horas. El ruido del hospital se alejaba, como si ella estuviera bajo el agua.
Al fin, un médico se acercó.
—Si hubiera llegado un minuto más tarde —dijo en voz baja—, ya no estaría con nosotros. Le ha salvado la vida.
Elena se tapó la boca con la mano, abrumada. No conocía a ese chico, no sabía ni su nombre, pero algo dentro de ella se había negado a dejarlo tirado en la calle.
Cuando el chico despertó, horas después, susurró su nombre:
Mateo Rivas, quince años. Le contó, con voz ronca, que su madre había muerto de repente en un accidente de tráfico. Los pocos familiares que tenía se repartieron lo poco que ella había dejado y lo echaron a la calle para que se buscara la vida solo. Durante meses, Mateo vagó por la ciudad, pasando hambre, frío, y aprendiendo lo que era ser invisible.
Elena escuchó en silencio, con los ojos brillando. El dolor que sentía no era por ella, sino por él.
En ese momento, tomó su decisión.
Se lo llevó a casa.
Aunque apenas llegaba a fin de mes, lo cuidó como a un hermano pequeño… o como al hijo que nunca tuvo: platos calientes, ropa limpia, una cama con sábanas que olían a jabón.
Lo matriculó en el instituto, habló con los profesores, lo animó cada noche. Mateo respondía con una gratitud callada. Estudiaba hasta tarde, con los codos sobre la mesa del comedor, decidido a no desperdiciar la segunda oportunidad que la vida le había dado.
Pero no todos en la vida de Elena compartían esa compasión.
Su marido, Jorge, empezó a mirarlo con creciente resentimiento. La suegra, que vivía con ellos, fruncía el ceño cada vez que veía al chico.
—Ese mocoso es un perro callejero —murmuraba—. Ya verás, nos traerá problemas.
En el vecindario, las miradas se volvieron cuchicheos.
Que si Elena estaba loca, que si cómo se le ocurría meter a un desconocido en casa, que si “vaya ejemplo para la familia”. De ser una vecina respetada, pasó a ser tema de conversación maliciosa en la tienda y en la parada del autobús.
Una noche, mientras Elena guardaba unos platos en la cocina, escuchó la voz de Jorge en el salón. No tenía el tono cansado de siempre, sino algo más frío, más duro.
—Si no echa a ese chico —dijo—, me las arreglaré para que no se despierte jamás.
Las palabras se clavaron en el pecho de Elena como un puñal. Se apoyó contra la pared, con las manos heladas. No podía creer lo que estaba oyendo.
Lo que ninguno de los dos sabía era que Mateo, desde el pasillo, había escuchado cada sílaba.
Esa noche, Mateo también tomó una decisión.
Antes de que saliera el sol, desapareció.
Solo dejó una carta.
Cuando Elena tomó su bolso a la mañana siguiente, un papel doblado cayó al suelo. El pulso se le aceleró al ver la letra irregular, temblorosa, como escrita con lágrimas.
“Gracias por salvarme.
Gracias por quererme sin conocerme.
No seré el motivo por el que usted lo pierda todo.”
Los ojos de Elena se nublaron. Se le encogió el corazón. Salió corriendo a la calle, descalza, llamando a gritos:
—¡Mateo! ¡Mateo, por favor!
Pero las calles estaban vacías. Solo quedaban los charcos de la lluvia de la noche anterior y el eco de su propia voz. Mateo se había ido.
Los días se convirtieron en semanas.
Elena apenas comía, apenas dormía. Cada tarde, después del trabajo, recorría albergues, estaciones de autobuses, comisarías, plazas… cualquier rincón donde pudiera aparecer un chico perdido. Mostraba una foto suya, preguntaba, insistía… pero era como si se lo hubiera tragado la tierra.
Jorge y su madre fingían preocupación al principio, pero Elena veía el alivio en sus ojos. La casa volvió a ser “la de antes”, pero Elena nunca volvió a ser la misma. El hueco que dejó Mateo no era solo una silla vacía en la mesa, sino un silencio profundo en su alma.
Mientras tanto, lejos de allí, Mateo intentaba sobrevivir en otra ciudad. Llegó con lo puesto. La primera noche, unos ladrones lo rodearon en una calle oscura. Le pegaron una paliza, le quitaron las deportivas, el poco dinero que llevaba, y lo dejaron tirado en el asfalto.
Se quedó tumbado, mirando las estrellas entre las nubes, con la cara hinchada y el cuerpo dolorido. Pensó que quizá el mundo le estaba castigando por haberse atrevido a creer que merecía algo mejor.
Entonces recordó la voz de Elena.
—No te rindas contigo mismo. Nunca.
Y decidió no rendirse.
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