PARTE 2
El silencio que nos siguió al salir del aula fue absoluto.
En cuanto las puertas dobles se cerraron detrás de nosotros, el ambiente cambió. El aire del pasillo estaba frío y olía a ozono: el olor de los equipos de alta tensión llevados al límite.
—Subnivel 3 —dijo Roldán, ajustando su paso al mío mientras avanzábamos hacia los ascensores de servicio—. No han venido por el personal. Han venido por la sala de servidores. En concreto, por el nodo Caja Negra conectado al cuartel general de Defensa.
—Si consiguen entrar en la Caja Negra, tendrán la identidad de cada agente encubierto en medio mundo —dije, revisando esquinas mientras avanzábamos—. Incluida la mía.
—Exacto. Por eso te han hecho salir a la luz. Querían saber si la Loba vigilaba el gallinero.
Llegamos a los ascensores. Negué con la cabeza.
—Habrán manipulado los huecos. Vamos por las escaleras.
Empujamos la puerta de emergencia del tramo de escaleras. Levanté una mano. Cerré los ojos, escuchando. Debajo del zumbido del edificio, lo oí. Un roce leve, rítmico. Suela de bota sobre hormigón. Tres pisos más abajo.
—Dos contactos —susurré—. Se mueven rápido.
—Yo abro camino —dijo Roldán.
—No, señor —me adelanté—. Usted es el paquete. Yo soy el sistema de entrega.
Descendimos hacia la oscuridad. Las luces de emergencia alargaban las sombras en las paredes de cemento. Cada escalón era un cálculo. Cada respiración, medida. Ese era mi espacio. El espacio entre el latido y el disparo.
Llegamos al Subnivel 3. La puerta era de acero pesado. Había sido cortada. El mecanismo de la cerradura se derretía, todavía con un halo naranja en los bordes. Lanza térmica.
Empujé la puerta con el cañón de la pistola.
La sala de servidores era un laberinto de torres negras zumbando, luces azules parpadeando. El frío allí dentro era extremo, ajustado para las máquinas. El rugido de los ventiladores de refrigeración era ensordecedor.
Hice una señal a Roldán: separarnos, flanquear.
Él asintió y desapareció entre las filas de servidores.
Yo me moví hacia la derecha. Mantenía el cuerpo bajo, los pies rodando del talón a la punta para amortiguar el sonido. Yo era una sombra entre sombras.
Entonces lo vi.
Una figura con equipo táctico negro mate, agachada junto al terminal principal. Estaba conectando un dispositivo directamente al puerto. No era un soldado cualquiera. Sus movimientos eran demasiado precisos. Mercenario. De alto nivel.
Me sintió. No sé cómo, quizá un cambio en el aire, quizá instinto, pero giró de golpe, levantando una subametralladora con silenciador.
No dudé. Disparé.
Pum–pum.
Dos tiros. Uno al chaleco (para frenarlo), otro a la visera (para terminar).
Cayó. Pero al caer, accionó un mando en su cinturón.
BOOM.
Una explosión sacudió el extremo opuesto de la sala. El humo se extendió al instante, saturando el sistema de ventilación.
—¡Coronel! —grité.
Nada.
Corrí entre la nube espesa. El mapa de la sala desapareció, reemplazado por una niebla caótica. A mi izquierda sonó fuego automático. Rafagas cortas, controladas. Ese era Roldán.
Luego otro sonido. El traqueteo continuo de otra arma, más larga.
Me deslicé por el suelo pulido, doblando la esquina de una fila de servidores. Roldán estaba parapetado tras una consola pesada. Dos hostiles avanzaban hacia él, disparando en ráfagas para mantenerlo pegado al suelo. Lo tenían vendido.
Yo tenía un solo cargador. Sin cobertura. Y unos dos segundos antes de que lo flanquearan.
No pensé. Dejé salir a la Loba.
Me impulsé hacia lo alto de un módulo de servidores. Era una maniobra estúpida. Suicida. Pero era lo último que esperarían.
—¡EH! —grité.
Los dos hostiles alzaron la cabeza.
Me lancé desde lo alto, disparando en el aire. El tiempo pareció estirarse como goma. Vi el fogonazo del primer enemigo. Sentí el viento de la bala cortándome al lado de la oreja.
Mi primer disparo alcanzó al de la izquierda en el cuello. Cayó como un saco.
Aterrizamos el suelo, rodé con fuerza, el hombro protestando. El segundo enemigo bajó el arma hacia mí.
Click.
La corredera se quedó atrás. Vacía.
El enemigo sonrió bajo la máscara. Levantó su fusil.
Entonces sonó un tiro seco. Solo uno.
La cabeza del enemigo se echó hacia atrás y su cuerpo se desplomó.
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