Secuestré a mi abuelo paralizado de la residencia y su último paseo convirtió a toda mi familia para siempre

Secuestré a mi abuelo paralizado de la residencia para darle su último paseo

Secuestré a mi abuelo paralizado de la residencia para darle un último paseo en su scooter eléctrico porque ya no soportaba verlo morir mirando fotos de su vieja moto de carretera.

Las enfermeras encontrarían su cama vacía en dos horas, mi madre me castigaría de por vida, y el abuelo ni siquiera podía hablar para decirme si todo esto le parecía bien: el ictus le había quitado la voz junto con las piernas hacía seis meses.

Pero cuando empujé el acelerador del scooter y sus ojos se llenaron de lágrimas, su mano buena apretó la mía como cuando me enseñaba a montar, y supe que estaba haciendo lo correcto, aunque nadie más lo entendiera.

—Vamos al puente, abuelo —le susurré, caminando al lado del scooter—. Aquel donde me enseñaste a conducir. ¿Te acuerdas?

Me apretó la mano dos veces. Nuestro código para “sí”.

Lo que no le había dicho era que 147 motoristas le estaban esperando allí: todo su antiguo moto club, al que habían prohibido visitarlo después de que mi madre decidiera que eran una “mala influencia para su recuperación”.

Ella pensaba que ver a sus hermanos de carretera lo pondría más triste por todo lo que había perdido. No entendía que quitárselos era lo que realmente lo estaba matando.

Me llamo Lucas y tengo once años. Suficiente edad para saber cuándo los adultos mienten, y todavía lo bastante niño para que crean que no entiendo nada.

Como cuando mamá le decía a todo el mundo que el abuelo estaba “mejor” en la Residencia Amanecer. No era verdad. Yo lo veía todos los martes y viernes, cuando mamá me dejaba allí mientras trabajaba hasta tarde. En cada visita había menos de él. No físicamente: su cuerpo seguía siendo grande, seguía pareciendo fuerte incluso en la silla de ruedas. Pero su espíritu se estaba apagando.

Mi abuelo había sido presidente de los Lobos del Asfalto, un moto club que había rodado durante cuarenta y tres años, hasta aquella mañana de hace seis meses en que el coágulo llegó al cerebro. Mamá lo encontró tirado en el suelo del garaje, con la mano estirada hacia su moto como si intentara alcanzarla.

Los médicos le salvaron la vida, pero no pudieron salvar sus piernas. Ni su voz. El lado izquierdo de su cuerpo quedó muerto, y la parte del cerebro que controla el habla quedó dañada. Él lo entendía todo, pero solo podía comunicarse apretando la mano y con los ojos.

Mamá vendió su moto dos meses después.

—No volverá a montar —dijo, como si eso lo explicara todo—. Verla solo le hará daño.

Se equivocaba. No verla era lo que le hacía daño. Lo supe porque estuve allí cuando le dijo que la moto se había ido. Algo en sus ojos simplemente… se cerró.

Fue entonces cuando mamá lo llevó a la Residencia Amanecer. “Mejor atención”, dijo. Pero en realidad ella no soportaba ver a su padre fuerte reducido a una silla de ruedas. No soportaba el garaje que aún olía a aceite de motor y a cuero.

La residencia era bonita, supongo. Limpia. Tranquila. Llena de gente mayor esperando la muerte. La habitación del abuelo daba al aparcamiento. Pasaba horas mirando por la ventana, y yo sabía que buscaba motos. Que escuchaba ese rugido que ya no llegaba.

Sus hermanos moteros intentaron visitarlo al principio. Cuarenta o cincuenta, turnándose, nunca más de dos a la vez para seguir las normas. Pero mamá se quejó a la dirección. Dijo que eran “molestos” y “inapropiados para un centro médico”. Al final, los vetaron.

—Es por su bien —me dijo—. Tiene que centrarse en la recuperación, no en el pasado.

Pero el abuelo no se estaba recuperando. Se estaba muriendo, solo que despacio y en silencio, como le gustaba a la residencia.

El martes pasado lo encontré llorando. Sin hacer ruido —no podía—, pero con las lágrimas corriéndole por la cara mientras sostenía una foto vieja. Él en su moto grande, yo detrás cuando tenía cinco años, los dos sonriendo. Mi primer paseo.

Ahí fue cuando decidí sacarlo de allí.

Sabía lo del scooter eléctrico porque el señor Herrera, el del pasillo del fondo, a veces me dejaba probarlo. Lo mantenía cargado pero casi no lo usaba; decía que sus hijos se lo habían comprado, pero él prefería su andador. Podía ir a unos trece kilómetros por hora: no era la velocidad de una moto de carretera, pero tenía ruedas y un acelerador.

La parte difícil era sacar al abuelo sin que nadie nos viera. Pero yo ya me sabía de memoria la rutina de la residencia. Cambio de turno a las seis de la mañana, cuando las enfermeras de noche están terminando de pasar visita y las del día acaban de llegar. Quince minutos en que los pasillos se quedan casi vacíos.

Se lo dije al abuelo el día antes, escribiéndolo en la palma de su mano con el dedo, porque todavía sentía con la mano buena: “Mañana. Al amanecer. Confía en mí”.

Dos apretones. Sí.

Pasarlo de la silla de ruedas al scooter fue muy difícil. Él no podía ayudar mucho, y yo, con once años, no soy precisamente fuerte. Pero la desesperación da fuerza. El abuelo intentó colaborar con su brazo bueno, y entre los dos lo conseguimos.

La puerta de seguridad tenía un código. Yo ya se lo había visto marcar a las enfermeras muchas veces: 1-9-9-8. El año en que se abrió la residencia.

Salimos al aire frío de la mañana, y el abuelo respiró más hondo que en los últimos meses.

—Sujétate bien, abuelo —dije, colocándole los pies en la plataforma del scooter—. Al principio te va a parecer raro.

Empujé suavemente el acelerador. El scooter avanzó con un zumbido, nada que ver con el rugido de su vieja moto, pero la mano buena del abuelo buscó el manillar y lo agarró. Sus ojos estaban muy abiertos, vivos.

Llegamos hasta la acera y luego al carril bici que llevaba hasta el puente del río. Tres kilómetros. A velocidad de scooter tardaríamos unos veinticinco minutos. Yo trotaba a su lado, con la mano en su hombro, mirando su cara.

A los diez minutos, los ojos le goteaban lágrimas, pero casi estaba sonriendo: el lado bueno de su cara intentaba recordar cómo se hacía.

—Ya casi estamos, abuelo. El puente donde me enseñaste a inclinarme en las curvas. Donde dijiste que el miedo se va cuando confías en la moto.

Dos apretones.

Fue entonces cuando los oí. Motos. Muchas motos.

El abuelo también las oyó. Todo su cuerpo se tensó, su mano buena apretó el manillar con los nudillos blancos.

Los vimos al coronar la subida. Todo el moto club de los Lobos del Asfalto alineado sobre el puente. Sus motos brillando con el sol de la mañana. Motores encendidos.

El primero que nos vio fue Sombra. Dos metros de alto, tatuado, con pinta de dar miedo, el mismo Sombra que me daba caramelos cuando mamá no miraba. Levantó el puño al aire: su señal de respeto.

Todos los motoristas hicieron lo mismo. 147 puños al aire para su presidente paralizado.

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