El niño sonrió, con esa sonrisa pequeña y valiente que Mateo ponía cuando hacía algo difícil. Y mientras se alejaban, Álvaro susurró, apenas audible: «¿De dónde salió esa caja?»
Se quedó inmóvil mucho después de que el niño y su madre desaparecieran por el sendero. El viento tiraba de su chaqueta, pero él no lo sentía. Tenía la vista clavada en la camiseta a rayas alejándose, brillante contra el gris del cementerio.
Cuando por fin se acercó su chofer, Álvaro murmuró: «Averigua lo de esa iglesia. La que está junto a la lavandería, cerca del río.»
«Sí, señor.»
No explicó por qué. No podía. El pecho le dolía como aquel día en que despidieron a Mateo.
A la mañana siguiente, condujo él mismo. Sin chofer, sin coraza. La iglesia de piedra parecía apoyarse en las nubes, cansada de sostenerse. Fuera, unos voluntarios separaban ropa donada de cajas de cartón.
«Disculpe», llamó Álvaro, la voz áspera. «¿De dónde viene toda esta ropa?»
Una mujer se volvió. «Casi todo lo trae la gente del barrio, señor. Familias que vacían trasteros o…» Se detuvo al reconocerlo. «Don Álvaro, la caja que llegó la semana pasada venía, creo, de su antigua casa. Alguien de su personal la donó hace meses.»
A Álvaro se le apretó la garganta. «¿Las cosas de mi hijo?»
Ella vaciló, leyéndole la cara. «Creo que sí. Ropa de niño, algunos juguetes. Cosas muy bonitas.»
Él apartó la mirada y tragó. Las piezas encajaban: la iglesia, la caja, la camiseta. Y aun así, algo no lo dejaba respirar hondo. Aquel niño, la manera en que habló, los detalles que nadie más podía conocer. La risa, «el niño que sonríe», el encargo de decirle a su padre que estaba bien.
Álvaro caminó hacia la parte de atrás del patio donde guardaban las cajas. Olor a polvo y a tela dormida. Quedaba un cajón pequeño entreabierto con algunos juguetes: un cochecito, un cohete de papel y una foto.
Tomó la foto. Era Mateo, sosteniendo ese mismo coche, con una sonrisa limpia, luminosa. Detrás, escrito con rotulador desvaído, estaban unas palabras que Álvaro había garabateado años antes: «No dejes de sonreír, campeón. Ni cuando yo esté demasiado ocupado.»
Apretó la foto hasta poner los nudillos blancos. La voz le salió rota: «Dios… perdón.»
Esa tarde, encontró a la mujer y a su hijo en la lavandería de autoservicio. Doblaban ropa mientras las máquinas zumbaban. Olía a jabón, a calor y a vida sencilla.
La madre se giró de golpe. «Don Álvaro.»
Él asintió, torpe. «Quería darles las gracias. Por lo de ayer.»
Ella frunció el ceño, sin saber qué contestar. «No tiene que agradecer nada, señor. Mi niño a veces dice cosas raras. No quiso hacerle daño.»
La voz de Álvaro se suavizó. «No me hizo daño. Me recordó algo.»
Nico asomó detrás del mostrador con un camión de juguete entre las manos. «Hola, señor.»
Álvaro se agachó. «Hola, campeón.»
El niño sonrió, tímido. «¿Encontró la caja?»
Álvaro dudó y luego asintió. «Sí. Era mía. Bueno… de mi hijo.»
Nico rozó con los dedos la camiseta a rayas. «Él dijo que usted vendría.»
Álvaro soltó el aire, con la voz temblorosa. «¿Eso dijo, eh?»
El niño asintió. «Dijo que estaría triste, pero que ya lo sabría.»
Álvaro miró a la madre, con lágrimas formándose. «¿Cómo sabe estas cosas?»
Ella negó con la cabeza, desarmada. «No lo sé, señor. A veces sueña. Y cuando despierta, para él es de verdad.»
Álvaro tragó saliva. «Tal vez sí lo sea. A su manera.»
Preguntó si tenían un lugar fijo donde vivir. Graciela admitió que estaban en un cuarto de un albergue mientras ella encontraba trabajo estable.
Sin pensarlo, Álvaro dijo: «Yo puedo ayudar.»
«No puedo aceptarlo», empezó ella.
«No es caridad», la interrumpió. «Es lo que mi hijo habría hecho si hubiera crecido.»
Ella se quedó callada, con la emoción subida a la garganta. «Gracias, don Álvaro.»
Él miró a Nico. «¿Conoces el parque grande que está junto al lago del barrio?»
El niño negó.
«A mi hijo le encantaba. Vengan mañana ustedes dos. Les enseño dónde corría sus cochecitos.»
A Nico se le iluminó la cara. «¿Puedo llevar esta camiseta?»
Álvaro sonrió. «Claro. Te queda mejor a ti que a mí.»
Al día siguiente salió el sol por primera vez en semanas. En el parque, Nico corrió sobre la hierba. La camiseta a rayas brillaba a cada zancada. Su risa se alzaba con el viento. Viva, limpia, valiente.
Álvaro se quedó junto a Graciela, mirando. «Me lo recuerda», susurró.
Ella sonrió con dulzura. «Quizá por eso se encontraron.»
Álvaro asintió, siguiendo con la mirada al niño. «O quizá Mateo sabía que yo necesitaba una razón para volver.»
Por primera vez en años, sintió que el peso del pecho se hacía ligero. La risa, los pasos pequeños, el sonido de la vida moviéndose otra vez. Todo sonaba a perdón.
Nico volvió jadeando y le tendió un diente de león. «Dijo que le diera esto», dijo, radiante.
Álvaro parpadeó. «¿Quién?»
«El niño que sonríe.»
A Álvaro se le cortó el aliento. «¿Qué dijo?»
Los ojos de Nico se ablandaron. «Dijo: “Dile a papá que hoy no trabaje hasta tarde”.»
Álvaro abrió los labios, pero no salió nada. Solo sonrió: roto, agradecido y entero a la vez. Tomó el diente de león con cuidado. «Puedes decirle que recibí el mensaje.»
El niño asintió y salió corriendo otra vez. Álvaro miró hacia el cielo, con el sol templado en la cara.
«Gracias, pequeño», susurró.
Y por primera vez en dos años, Álvaro Márquez rió. Rió alto, de veras, sin sujetarse. Una risa que sonaba a hogar.






