Esto son cincuenta euros.
Eso fue todo lo que dijo.
El parque estaba casi vacío, salvo por el susurro de los árboles a finales de verano y el murmullo lejano del tráfico de la ciudad, ese ruido que nunca duerme del todo. Yo estaba sentado en un banco verde, con la pintura desconchada, cerca de una fuente vieja. Miraba el agua sin verla.
Me llamo Alejandro Serrano. Tengo treinta años. Llevo trajes que cuestan más que el coche de mucha gente. Dirijo un grupo tecnológico que decide cómo se comunican millones de personas. Y hacía apenas tres horas había visto cómo un ataúd de madera oscura bajaba a la tierra… y no sentí nada.
Absolutamente nada.
Mi padre fue un gigante de los negocios. También fue un fantasma en su propia casa. Me enseñó a diversificar inversiones, a aprovechar oportunidades y a aplastar competidores. Nunca me enseñó a montar en bicicleta. Nunca me leyó un cuento antes de dormir. Su funeral fue como su vida: eficiente, caro y frío. Nadie lloró: ni sus socios, ni mucho menos yo.
Aflojé la corbata. La seda me apretaba el cuello como una soga. Era el hombre más rico del cementerio y, sentado allí en aquel banco, me di cuenta de que también era el más pobre. Estaba completamente, terriblemente solo.
Entonces oí el ruido de unas zapatillas de velcro sobre la grava.
Levanté la vista. Delante de mí había un ser diminuto, cuatro años como mucho, con una maraña de rizos rubios alrededor de la cabeza, como un diente de león. Llevaba un vestido azul lleno de girasoles y apretaba contra el pecho un “bolso” hecho de cartón, grapas y pegamento con purpurina.
Sus ojos eran grandes, serios y peligrosamente directos. Dio un paso más, invadiendo mi espacio personal con la seguridad que sólo tienen los niños.
—Hola. Tengo cincuenta euros —anunció, con una voz clara como una campana—. Sólo necesito un papá por un día.
Parpadeé. El silencio del parque hizo que sus palabras sonaran aún más absurdas.
—¿Perdona? —logré decir. No había hablado desde que le pedí al cura que terminara la ceremonia.
Ella levantó el bolso de cartón. Parecía pesado.
—Los he ahorrado. Todos. El dinero del ratoncito Pérez, el de mis cumpleaños… hasta las monedas que encontré debajo del sofá —explicó muy seria.
Fruncí el ceño y me incliné hacia delante, apoyando los codos en mis caros pantalones de lana.
—¿Y por qué necesitas un papá, enana?
Dudó un momento, mirando sus zapatillas. Luego se sentó a mi lado. Así, sin más. Como si fuéramos amigos de toda la vida. Abrió la solapa de cartón y empezó a sacar billetes arrugados de cinco y diez euros, y puñados de monedas.
—Porque los niños del parque siempre dicen: “Emilia no tiene papá” —dijo sin mirarme—. Lo repiten todo el rato. Emilia no tiene papá. Emilia es la rara.
Alzó la vista, y la esperanza desnuda en sus ojos me golpeó como un puñetazo.
—Pero pensé que… si tenía cincuenta euros… a lo mejor alguien como tú me podía ayudar a fingir. Sólo hoy. Como en los anuncios. Los papás te dan la mano, te compran helado, te empujan en los columpios.
Me quedé helado. Miré sus manos pequeñas, sucias, contando su tesoro. Cincuenta euros. Para ella era una fortuna. Para mí, nada. Pero lo que me estaba pidiendo…
De repente me vi con siete años, de pie en la puerta de mi colegio caro, viendo a otros padres subir a sus hijos a los hombros. Recordé el hueco en el pecho, la pregunta que quemaba por dentro: ¿y a mí por qué no?
Tragué saliva. Notaba un nudo formándose en la garganta.
—No tienes que pagarme —susurré. Alargué la mano y cerré con cuidado la cartera de cartón—. No voy a cobrarte.
La cara de Emilia se iluminó entera.
—¿De verdad? ¿Vas a ser mi papá hoy?
Asentí despacio, sintiendo cómo algo desconocido y pesado se me posaba en los hombros.
—Sí. Vale. Hoy… puedo serlo.
No esperó. Saltó del banco y me agarró la mano. Su mano era pequeña, cálida y confiada.
—Lo primero —declaró, tirando de mí hacia un puesto ambulante— es un helado.
Fuimos hasta el carrito. Le compré un cucurucho de vainilla con chispas de colores. Yo pedí un café solo. Durante las siguientes tres horas, yo no fui Alejandro Serrano, director general. Fui… suyo.
Habló sin parar. Dios, cómo habló. Supe que tenía una gata que se llamaba Muffin. Supe que su peluche favorito era una cebra llamada Princesa. Supe que de mayor quería tener un zoo.
Fuimos al área infantil. La empujé en los columpios hasta que me dolieron los brazos. La esperé al final del tobogán. La ayudé con las barras, con mi chaqueta de cinco mil euros tirada en un banco y las mangas de la camisa remangadas.
Se reía todo el rato. Cada pocos minutos me miraba y probaba la palabra, como si la estuviera estirando.
—¡Papá, mira esto! —gritaba—. ¡Papá, más alto!
Y cada vez que lo decía, el hielo alrededor de mi corazón se agrietaba un poco más.
Nos hicimos selfies en el tiovivo. Insistió en hacer tres “porque una puede salir borrosa”. A última hora de la tarde, nos sentamos bajo un roble. Apoyó la cabeza en mi brazo, por fin cansada.
—Nunca me lo he pasado tan bien —dijo bajito—. Eres un buen papá. Aunque sólo sea hoy.
Forcé una sonrisa, pero el pecho me dolía.
—Gracias, enana.
El sol empezó a esconderse detrás de los edificios. La fantasía se acababa. Ella me llevó fuera del parque y bajamos por una calle tranquila, con casas sencillas, algo desgastadas. Emilia iba dando saltos hasta que se detuvo y señaló.
—Es esa. Ahí vivo con mamá. Ella trabaja mucho.
La seguí hasta el porche. La pintura estaba desconchada, pero en los escalones había macetas llenas de flores. La puerta se abrió antes de que llamáramos.
En el umbral apareció una mujer. Laura. Estaba agotada, con el uniforme de la cafetería y el pelo recogido en un moño deshecho. Cuando vio a Emilia, sus ojos se suavizaron… hasta que me vio a mí.
Un desconocido con traje, sujetando la mano de su hija.
—¿Emilia? —dijo con la voz cargada de alarma—. ¿Quién es este señor?
Emilia subió las escaleras corriendo, radiante.
—¡Mamá! ¡Este es mi papá! ¡Sólo por hoy!
Los ojos de Laura se abrieron de par en par.
—¿Cómo que tu…?
Emilia alzó el bolso de cartón, orgullosa.
—¡Le he dado los cincuenta euros! ¡Los ahorré todos! ¡He encontrado un papá de verdad, mami!
Laura me miró horrorizada. Parecía que se le hubiera secado la boca.
Levanté las manos, como si me rindiera.
—Yo… lo siento. No quería asustarte. Ella se me acercó en el parque. Me ofreció el dinero. No supe decirle que no —admití—. No he tocado ni un euro, te lo prometo.
Saqué una tarjeta de visita y se la tendí. Me temblaba la mano.
—Me llamo Alejandro Serrano. Dirijo una empresa tecnológica en el centro. Te juro que sólo intentaba que pasara un buen día. Nada más.
Laura tomó la tarjeta, pero ni la miró. Seguía mirando a su hija, que casi vibraba de alegría.
—Será mejor que me vaya —dije, retrocediendo—. Perdona. De verdad.
Me di la vuelta y empecé a caminar. No miré atrás. No tuve valor.
Aquella noche, me senté en mi ático de la planta treinta y dos. La ciudad se extendía debajo de mí como una cuadrícula de luces frías y lejanas. Mi casa estaba en silencio. Un silencio demasiado pesado.
Saqué el móvil y abrí la foto que Emilia insistió en hacer. Su mejilla pegada a mi hombro, un manchón de helado en la barbilla, mi corbata torcida.
No parecía un director general. No parecía mi padre. Parecía… vivo.
Durante los tres días siguientes, fui un fantasma en la oficina. Las previsiones trimestrales no significaban nada. Los correos de los accionistas eran ruido. Sólo podía oír una vocecita diciendo: “Sólo necesito un papá por un día”.
Mi padre me había enseñado que las emociones son un estorbo. Que los lazos son debilidad. Pero mirando aquella foto, entendí que había muerto siendo un hombre rico… y un fracaso como ser humano.
Yo no quería ser como él.
La mañana del cuarto día, me salté una reunión del consejo. Cogí el coche y volví a aquella calle tranquila.
Laura salía por la puerta, con pinta de ir con prisas, sujetando la mochila de Emilia. Se quedó paralizada al verme de pie en la acera.
—¿Alejandro?
Sonreí, incómodo.
—Pasaba por aquí —mentí muy mal.
Antes de que ella pudiera contestar, se oyó un grito desde dentro.
—¿Es papá?
Emilia salió disparada, con el pelo aún húmedo y los cordones desatados.
—¡Mamá tiene que ir a trabajar! —anunció—. ¿Me puedes llevar tú al cole?
Laura dudó, mirándonos.
—Alejandro, no tienes por qué hacerlo. De verdad.
—Quiero hacerlo —respondí. Y era más verdad que cualquier promesa que hubiera hecho en una sala de juntas.
Me agaché en la acera y le até los cordones. Le coloqué bien la gorra. De camino al colegio, ella me apretó la mano más fuerte que el primer día.
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