Soy millonario, enterré a mi padre sin llorar y una niña quiso alquilarme de papá por cincuenta euros

Soy millonario, enterré a mi padre sin llorar y una niña quiso alquilarme de papá por cincuenta euros

—¿Puedes entrar conmigo? —preguntó cuando llegamos a la puerta.

—¿Entrar a dónde?

—A mi clase.

—¿Para qué?

—Porque dicen que no tengo papá. Pero si te ven, sabrán que sí. Sólo tienes que sonreír. No hace falta que hables.

Se me partió el corazón.

—¿Quieres que sea tu “objeto” de la exposición? —intenté bromear.

Ella asintió muy seria.

Entramos. La maestra nos miró, sorprendida. Los demás niños se quedaron en silencio. Emilia caminó hasta el centro del aula y, a voz en grito, proclamó:

—¡Este es mi papá! ¡Lleva traje! ¡Arregla juguetes rotos! ¡Y sabe hacer magdalenas!

Se hizo un silencio. Un niño susurró:

—Qué guay.

Emilia sonrió con orgullo. Me abrazó la pierna y luego corrió con sus amigos.

Salí de aquel colegio sintiendo que podía volar.

Esa tarde, sonó mi móvil. Número desconocido. Era Laura.

—No deja de hablar de las magdalenas —dijo, con una mezcla de cansancio y risa—. Te das cuenta de que ahora tendrás que cumplir, ¿no?

—Sé hacer magdalenas —mentí sin pestañear—. Llevaré la mezcla. Esta noche.

Esa noche, estaba en su cocina diminuta, cubierto de harina. Aquello fue un desastre. Ensuciamos todo. Emilia me lanzó una cucharada de masa. Yo le puse un poco de crema en la punta de la nariz. Laura, que nos miraba desde la puerta con los brazos cruzados, acabó cediendo. Se echó a reír. Una risa de verdad, desde el fondo.

Nos comimos las magdalenas medio quemadas y le leí un cuento a Emilia antes de dormir. Cuando se quedó dormida agarrada a mi manga, intenté levantarme. Laura me detuvo con un gesto.

—¿Te quedas a tomar una infusión? —preguntó.

Nos sentamos en el porche, con dos tazas humeantes entre las manos.

—Mi padre nunca estuvo —le dije, mirando la calle oscura—. Me dejó dinero, fondos, relojes… Pero nunca me dejó tiempo. Emilia… me ha dado la oportunidad de ser el hombre que yo necesitaba cuando era niño.

Las semanas se convirtieron en meses. Me volví parte del paisaje. Fui a reuniones con la maestra. Arreglé el grifo que goteaba. Descubrí que Laura era fuerte, inteligente y estaba agotada. Nos fuimos enamorando despacio, sin grandes discursos, entre cafés compartidos y conversaciones a medianoche.

Pero la prueba de fuego llegó el Día del Padre.

Había un acto en el colegio infantil. El salón estaba lleno de padres, madres y abuelos. Emilia estaba en el escenario.

La directora anunció:

—Ahora Emilia quiere compartir una historia.

Emilia se acercó al micrófono. Desplegó un papel arrugado.

—Antes yo no tenía papá —empezó. El murmullo se apagó—. Ahoré cincuenta euros. Pensé que eso costaba un papá por un día.

A mi lado, Laura se tapó la boca para ahogar un sollozo. Yo clavé las manos en la butaca.

—Pero cuando conocí a Alejandro —continuó Emilia, mirándome directamente—, él no se llevó mi dinero. Simplemente… se quedó.

Respiró hondo.

—Yo creía que estaba comprando un papá. Pero en verdad encontré una familia.

El aplauso fue ensordecedor. Yo casi no lo oí. Me levanté y subí al escenario, sin importar las miradas. Me arrodillé y la abracé.

—A mí no podías comprarme, enana —le susurré al oído—. Tú me salvaste.

Me incorporé y miré al público, luego a Laura.

—Ella no sólo me ha enseñado a ser padre —dije, con la voz quebrada—. Me ha enseñado a ser persona.

Esa noche, de vuelta en su casa, hicimos un picnic improvisado en el salón. Emilia se quedó dormida en el sofá, con la cabeza en mis piernas. Laura se quedó en el marco de la puerta, observándonos.

—He estado pensando —dije bajito—. Este piso es pequeño. No hay patio.

Laura arqueó una ceja.

—Tengo una casa —seguí—. Con un jardín grande. Y una habitación que se puede pintar de rosa. Y espacio de sobra para un zoo de peluches.

—¿Estás pidiéndonos que nos mudemos contigo? —preguntó.

—Estoy pidiendo ser vuestra familia. De verdad. No por cincuenta euros. No por un día. Para siempre.

Saqué una cajita del bolsillo. No fue un impulso. La había comprado semanas antes.

—Sé que no soy su padre biológico —dije—. Pero la sangre es lo menos importante para ser papá. Ser papá es estar. Llegar. Quedarse.

Laura empezó a llorar. Emilia se despertó justo en ese momento, vio el anillo y pegó un grito de alegría.

Nos mudamos un mes después.

Ayer hicimos un picnic en el jardín. Emilia me dio un dibujo nuevo. Tres monigotes de palitos cogidos de la mano, bajo un sol enorme. Debajo, en letras torcidas de colores, ponía: “Papá, mamá y yo”.

Miré el dibujo. Luego miré mis planes de pensiones, mis premios como empresario, el viejo reloj de mi padre. Y supe que nada de eso importaba.

La vez que más rico me he sentido en toda mi vida fue cuando una niña de cuatro años me ofreció sus cincuenta euros… y yo fui lo bastante listo como para entender que era el mejor trato que iba a hacer jamás.

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