Santiago se quedó en la puerta, sin moverse. Sintió el pecho apretado, como si de repente le faltara aire.
Durante años se había escondido en el trabajo para no sentir la soledad que le dejó Marina. Había llenado su agenda de reuniones para no escuchar el silencio de la casa. Había creído que el dinero podía comprarle a Valeria un futuro perfecto, ordenado, “adecuado”.
Pero en ese instante recordó algo que había olvidado:
El amor no se compra.
Semanas después, Santiago hizo algo que él mismo no habría imaginado.
Invitó a Inés a cenar… no como empleada, sino como invitada.
No fue una transición fácil. La gente seguía hablando. Las miradas juzgaban. Los comentarios no desaparecieron de un día para otro. Pero por primera vez, a Santiago le importó menos el qué dirán que lo que pasaba dentro de su casa.
Inés no llevaba corona ni joyas. Llevaba un vestido sencillo, el cabello recogido, las manos un poco ásperas del trabajo. Aun así, cuando se sentó junto a Valeria y se rió bajito mientras la ayudaba a cortar la comida, Santiago vio algo que no había visto en años.
Una familia.
Y por primera vez desde la muerte de Marina, Santiago se permitió imaginar un comienzo nuevo… uno que no había elegido él con dinero ni con orgullo, sino una niña pequeña que entendía el amor mucho mejor que cualquier millonario.






