El eco de las maletas rodando y las voces por megafonía llenaban la Terminal 4 del Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas aquella mañana fría de diciembre. Alejandro Lafuente, un empresario millonario de 42 años, caminaba deprisa hacia la zona VIP, con su asistente detrás, cargado de carpetas y un café con leche recién comprado. Alejandro era conocido por dos cosas: su mente afilada y una eficacia que a veces parecía hielo.
Iba rumbo a Londres para cerrar una fusión importante cuando algo inesperado lo frenó en seco.
Una vocecita.
—Mamá, tengo hambre…
Alejandro giró por instinto. Cerca de unos asientos de espera, una mujer joven abrazaba a dos niños pequeños: gemelos, de no más de cinco años. Llevaban ropa gastada, y sus caritas tenían ese color pálido de quien ha pasado demasiadas horas despierto. La mujer tenía el pelo recogido sin cuidado, y el abrigo se le veía demasiado fino para ese frío.
A Alejandro se le cortó la respiración. Conocía esa cara.
—¿Marina? —dijo, casi sin voz.
La mujer levantó la cabeza de golpe. Sus ojos se abrieron, incrédulos… y, al instante, se llenaron de miedo.
—¿Señor Lafuente? —susurró.
Hacía seis años que no la veía. Marina había sido su empleada doméstica en su casa de La Moraleja durante dos años, hasta que un día desapareció sin despedirse, sin dejar ni una nota.
Alejandro dio un paso, dubitativo.
—¿Qué haces aquí? Estás… distinta.
Marina apartó la mirada y apretó con fuerza las manos de los niños.
—Estoy esperando un vuelo —contestó.
La vista de Alejandro se fue a los gemelos. Los dos tenían el pelo castaño rizado y unos ojos azules muy profundos… sus ojos. Sintió que el pulso se le disparaba.
—¿Son tus hijos? —preguntó, midiendo cada palabra.
—Sí —respondió ella rápido, pero la voz le tembló.
Alejandro se agachó hasta ponerse a la altura de los niños.
—¿Cómo te llamas, campeón?
El niño sonrió tímido.
—Álex.
Alejandro se quedó helado.
Ese nombre le golpeó como un trueno. Levantó la mirada hacia Marina, y en sus ojos, húmedos y asustados, vio algo que no necesitaba explicación.
Se puso en pie de golpe, como si el suelo se hubiera vuelto inestable.
—Marina… —dijo con la voz rota—. ¿Por qué no me lo dijiste?
La gente seguía pasando, la megafonía seguía hablando de puertas y embarques, pero para él, en ese instante, el aeropuerto dejó de existir.
Los labios de Marina temblaron.
—Porque usted me dijo que gente como yo no tenía sitio en su mundo —susurró—. Y yo… me lo creí.
A Alejandro se le cerró el pecho. Recordó el día de la discusión, sus palabras duras, su orgullo. Él había pensado que Marina se fue porque encontró otro trabajo. Jamás imaginó que se marchó llevando dentro un secreto tan grande… y tan suyo.
La voz del asistente rompió el silencio.
—Señor Lafuente, su vuelo…
Alejandro no se movió. Su vida, tal como la conocía, ya había despegado sin él.
Parte 2
Alejandro le hizo un gesto al asistente para que se apartara y los dejara. Luego se sentó al lado de Marina, que intentaba calmar a los gemelos mientras jugaban con un oso de peluche viejo, con una oreja cosida de cualquier manera.
—¿A dónde vas? —preguntó en voz baja.
—A Valencia —dijo ella—. Una amiga me ha conseguido un trabajo limpiando. Es lo único que he encontrado.
Alejandro tragó saliva.
—¿Has estado criándolos sola todo este tiempo?
Marina asintió despacio, con una expresión cansada, como si llevara años sin dormir del todo.
—Intenté hablar con usted una vez —confesó—. Pero en su oficina no me dejaron pasar. Me dijeron que necesitaba cita hasta para dejar un mensaje.
A Alejandro le subió una culpa amarga, densa. Había construido muros por todas partes: en su empresa, en su casa, y también en su corazón.
Respiró hondo.
—Marina, yo… si son míos, necesito saberlo.
Los ojos de Marina brillaron con dolor.
—¿Necesitas saberlo? Alejandro, yo te rogué que me escucharas cuando estaba embarazada. Y tú me acusaste de mentir, de inventarme algo para seguir trabajando.
Él apretó la mandíbula. Los recuerdos, que llevaba años escondiendo bajo reuniones y cifras, regresaron sin pedir permiso: el escándalo en la empresa, la muerte de su padre, y aquel día en que Marina se presentó llorando y dijo que necesitaba hablar. Él la despachó con frialdad, convencido de que quería dinero, de que buscaba aprovecharse.
—Tenía miedo —admitió al fin—. No de ti… sino de lo que diría la gente. Un millonario y su empleada…
Marina bajó la mirada.
—Y aquí tienes el resultado de ese miedo. Trabajé en tres sitios para darles de comer. Algunas noches dormimos en albergues. A nadie le importó que yo un día limpiara suelos de mármol en la casa del gran Alejandro Lafuente.
A Alejandro le dolió el pecho como si le apretaran por dentro. Metió la mano en la chaqueta, buscando la cartera, casi por impulso, pero Marina se lo impidió con un gesto rápido.
—No —dijo firme—. No creas que puedes arreglar seis años con dinero.
Alejandro se quedó inmóvil, con la mano a medio camino.
—Yo no te lo dije para que te sintieras culpable —continuó ella, más suave—. Lo hice porque quería que mis hijos aprendieran lo que es la bondad… algo que yo dejé de creer que tú tenías.
A Alejandro se le humedecieron los ojos. Él, que siempre presumió de control, se sentía ahora completamente desarmado.
En ese momento sonó el aviso de embarque del vuelo hacia Valencia. Marina se levantó, tomando a los gemelos de la mano.
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