El funeral estaba pensado para ser privado, silencioso y definitivo. El empresario millonario Ricardo Santillán permanecía de pie junto al ataúd blanco de su única hija, Emilia, con la mirada vacía y el corazón hecho pedazos. Tenía apenas diecinueve años: reía por cualquier cosa, soñaba en grande, hablaba de futuro como si le sobraran los días… hasta el accidente que, según todos, se lo arrebató todo. O eso creyó.
Los invitados iban vestidos de negro. Sus murmullos se mezclaban con el golpeteo constante de la lluvia contra los ventanales de la capilla de cristal, fría y pulida, con suelo de mármol y flores demasiado perfectas. La madre de Emilia estaba tan débil que no podía ponerse en pie; sus sollozos se perdían en el eco del recinto mientras el sacerdote empezaba la última oración.
Y entonces, las puertas se abrieron de golpe.
Todos se giraron a la vez. Allí, empapado, estaba un niño descalzo, de no más de doce años, con la ropa rota, llena de barro, pegada al cuerpo por el agua. Tenía la piel oscura y los ojos enormes, como si cargaran una urgencia que no cabía en su pecho.
Un guardia avanzó para sujetarlo, pero el niño gritó con tanta fuerza que el aire pareció quedarse quieto:
—¡Abran el ataúd! ¡Su hija sigue viva!
Un murmullo de sobresalto recorrió a los presentes. Alguien se llevó la mano a la boca. Otra persona negó con la cabeza, como si aquello fuera una blasfemia.
Ricardo sintió que la sangre le subía a la cara. La rabia le torció el gesto, mezclada con incredulidad.
—¿Y tú quién eres? —ladró—. ¡Saquen a este niño de aquí!
Pero el niño no se movió. Tragó saliva, con la voz quebrada, y volvió a gritar, esta vez casi suplicando:
—¡Por favor, señor! ¡Emilia no está muerta! ¡Ella me dijo que le dijera… que su corazón todavía late, despacito!
La capilla estalló en confusión. Los guardias avanzaron, listos para apartarlo, pero la mano temblorosa de Ricardo se alzó en el aire, deteniéndolos. Había algo en la mirada del niño: desesperación, sí… pero también una seguridad extraña, como si hubiera visto algo que los demás no.
—¿De dónde… de dónde sacaste ese nombre? —preguntó Ricardo, dando un paso hacia él, con la voz más baja y peligrosa.
El niño sostuvo su mirada sin bajar la cabeza.
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