—La vi, señor. Anoche. En el sótano del hospital. Dijeron que ya no estaba… pero yo vi que su mano se movió.
A Ricardo se le heló la nuca.
Él había pagado un equipo médico privado. Había confiado en los “mejores”. Había firmado papeles sin mirar, porque no podía mirar. Y, sobre todo, no había visto el cuerpo. No tuvo fuerzas. Se lo prohibió a sí mismo, como si negarse a ver fuera una forma de sobrevivir.
El niño giró la cabeza hacia el ataúd, como si el propio silencio le hablara, y susurró:
—Está esperando que usted la salve.
Un murmullo se extendió como una ola. Los sollozos de la madre se detuvieron de golpe, como si alguien le hubiera apretado el pecho. Ricardo respiró más rápido, con el corazón golpeándole las costillas. Contra toda lógica, contra cualquier pensamiento sensato, algo se le encendió por dentro: esperanza… o locura.
Entonces el niño dio un paso hacia el féretro. Le temblaban las rodillas. Con dedos pequeños, rozó la tapa pulida, casi con respeto, casi con miedo.
—Ella me contó un secreto —dijo en voz baja—. Algo que solo ella podía saber.
Ricardo se quedó rígido.
—¿Qué secreto?
Los labios del niño temblaron. Miró un segundo al suelo, y cuando alzó la vista otra vez, parecía más viejo de lo que era.
—Dijo… que nunca lo perdonó por no estar esa noche. Que la dejó sola cuando más lo necesitaba. Pero también dijo… —se le quebró la voz— …que todavía lo quiere.
La capilla quedó en silencio.
Y en ese instante, el mundo de Ricardo —tan cuidadosamente construido, tan perfecto, tan controlado— empezó a desmoronarse por dentro, como una pared agrietada que por fin deja caer el polvo.






