Creí que el final feliz era ver el cartel de “Abierto” en la puerta de Dulce Comienzo, pero la vida real no termina cuando bajan los créditos de una película.
A veces, el pasado tiene la mala costumbre de llamar a la puerta cuando menos te lo esperas, igual que aquella niña pidió harina hace un año. Solo que esta vez, no traía una taza vacía, sino una carta certificada.
Había pasado un año desde la inauguración. La pastelería no solo funcionaba; era el corazón del barrio. El olor a canela y mantequilla tostada se había convertido en el perfume oficial de mi calle.
Yo, Carmen, la “vieja ingeniera”, ya no pasaba mis días midiendo el silencio de mi pasillo. Ahora mis mañanas estaban llenas de harina, de las risas de Martina y Lucía corriendo hacia el colegio, y de cuentas y facturas que revisaba con Elena en la trastienda.
Elena había florecido. Ya no era esa mujer gris y temblorosa que bebía café en mi cocina. Ahora caminaba con la espalda recta, dirigía a los proveedores con firmeza y creaba postres que hacían cerrar los ojos a los clientes. Pero las cicatrices del alma tardan más en curar que las del cuerpo.
Fue un martes lluvioso, curiosamente muy parecido a aquel “maldito martes” en el que Martina tocó a mi puerta llorando. El cartero entregó un sobre grueso a nombre de Elena.
Estábamos en la cocina, preparando la masa para los croissants del día siguiente. Elena se secó las manos en el delantal, abrió el sobre y, de repente, el color huyó de su rostro. Se quedó tan pálida como la harina que cubría la mesa de trabajo.
—Es él —susurró. La carta temblaba en sus manos.
Se la quité suavemente. Era de un abogado. Marcos. Solicitaba una modificación de medidas. Reclamaba un régimen de visitas con las niñas. Alegaba estar “rehabilitado”, tener un trabajo estable y derecho a ver a sus hijas. Amenazaba con pedir la custodia compartida si no llegábamos a un acuerdo extrajudicial.
—No puede hacer esto… —gimió Elena, dejándose caer en un taburete. De nuevo, vi la sombra antigua en sus ojos, ese terror paralizante que creí que habíamos enterrado—. Carmen, tiene dinero. Dice que ha cambiado. Si el juez le cree… si se lleva a las niñas…
—Nadie se va a llevar a nadie —dije, aunque sentí un nudo frío en el estómago. Mi mente de ingeniera empezó a calcular estructuras, puntos de fallo, defensas. Pero esto no era hormigón; eran leyes y mentiras—. Elena, escúchame. Esto es papel mojado. Es una táctica de intimidación.
—Tú no lo conoces como yo —dijo ella, con lágrimas de pura impotencia—. Es encantador cuando quiere. Sabe mentir mejor que nadie. Dirá que yo soy inestable, que vivo de la caridad de una anciana…
—¡Cuidado con lo de anciana! —intenté bromear para romper la tensión, pero ella no sonrió.
Esa noche, el miedo se instaló de nuevo en mi casa. Martina, que ahora tenía ocho años y una intuición que asustaba, notó la tensión.
—¿Mamá está triste otra vez? —me preguntó mientras le arropaba. —Mamá está preocupada, cariño. Pero somos un equipo, ¿recuerdas? Como los ingredientes de un pastel. Si estamos juntos, la masa sube.
Sin embargo, el estrés tiene un precio, y a mis 73 años, mi cuerpo decidió cobrarme la factura.
Dos días después, mientras discutíamos con mi abogado —un viejo amigo de la familia, tiburón en los tribunales pero suave como la seda con nosotros—, sentí una presión en el pecho.
No fue como en las películas, no hubo un dolor dramático en el brazo izquierdo. Solo un cansancio infinito, como si la gravedad se hubiera duplicado de repente. El mundo se inclinó y lo último que vi fue la cara de terror de Elena antes de que el suelo me recibiera.
Desperté en una habitación de hospital, con el pitido rítmico de un monitor y olor a desinfectante. Nada de vainilla aquí.
Elena estaba sentada en el sillón, dormida, con la cabeza apoyada en la cama. Tenía círculos oscuros bajo los ojos. Cuando me moví, se despertó de un salto.
—¡Carmen! ¡Gracias a Dios! —Me agarró la mano como si fuera un salvavidas—. Los médicos dicen que fue una angina de pecho. Estrés. Tensión alta. Tienes que descansar.
—No tengo tiempo para descansar —gruñí, intentando incorporarme, pero los cables me lo impidieron—. Tenemos que preparar la respuesta para el abogado de Marcos, tenemos los pedidos de Navidad…
—No —me cortó Elena. Su voz sonó diferente. Firme.
La miré, sorprendida.
—Tú vas a descansar, Carmen. Yo me encargo. —¿Tú? Elena, hija, con todo lo de Marcos… —Exacto. Con todo lo de Marcos —se puso de pie. Parecía más alta—. Durante este año, tú has sido mi escudo. Me has dado un techo, un trabajo, una familia. Me has enseñado que la harina y el agua pueden convertirse en pan si tienes paciencia. Pero no puedes ser mi guardaespaldas para siempre. Si te pasa algo por mi culpa, nunca me lo perdonaría.
—¿Qué vas a hacer?
—Lo que me enseñaste. Voy a dejar de ser la víctima. Voy a ser la jefa de obra.
Elena cumplió su palabra. Durante las dos semanas que estuve ingresada y luego en reposo absoluto en casa, ella dirigió Dulce Comienzo sola. Contrató a un ayudante temporal, organizó los turnos y, lo más importante, se reunió con los abogados sin mí.
El día de la vista preliminar para la mediación llegó. Yo quería ir, pero el médico (y Elena) me lo prohibieron terminantemente. Me quedé en casa con las niñas. Martina y Lucía prepararon “té imaginario” y me contaron cuentos para distraerme, pero yo no podía dejar de mirar el reloj.
Pasaron cuatro horas. Cada minuto era una gota de plomo. ¿Y si Marcos la había manipulado? ¿Y si ella se había venido abajo? Elena era dulce, una artista, pero Marcos era un depredador.
A las dos de la tarde, la cerradura giró.
Las niñas corrieron al pasillo. Yo me levanté despacio, apoyándome en mi bastón (una nueva adquisición que odiaba con toda mi alma).
Elena entró. Venía sola. Tenía los ojos rojos, pero no de llorar. Eran ojos de quien ha mirado al fuego y no ha parpadeado. Se quitó el abrigo, suspiró profundamente y nos miró.
—¿Mamá? —preguntó Martina.
Elena se arrodilló y abrazó a sus hijas. Luego, levantó la vista hacia mí y, lentamente, una sonrisa se dibujó en su rostro.
—Se acabó —dijo.
Esa tarde, con un café de verdad (descafeinado para mí, por desgracia) y unas palmeras de chocolate recién horneadas, nos contó todo.
—Entró en la sala como si fuera el dueño del juzgado —relató Elena—. Iba bien vestido, afeitado. Intentó saludarme con un beso, pero me aparté. El mediador nos sentó. Marcos empezó su discurso: que había cambiado, que las niñas necesitaban un padre, que yo no tenía estabilidad económica real porque el negocio “era de la vieja”.
Haz clic en el botón de abajo para leer la siguiente parte de la historia. ⏬⏬






