“Cómpreme la bici, señor… Mamá no ha comido en dos días” — Los moteros descubrieron quién les quitó hasta lo último
—Cómpreme la bici, señor… mamá no ha comido en dos días.
La frase salió tan bajita que casi se perdió entre el trueno de los motores. Pero a Ruy “Ryder” Blasco, líder de un pequeño grupo de moteros conocido como los Halcones de Hierro, aquellas palabras le atravesaron más que cualquier rugido de su moto.
Era una tarde abrasadora a las afueras de Getafe, en el borde donde la ciudad se mezcla con calles tranquilas y parques secos por el sol. Ruy y sus tres “hermanos” de ruta —Tanque, Mauro y Víbora— volvían de una rodada solidaria. Sus chalecos negros llevaban un emblema rojo con alas que hacía que algunos niños miraran con ojos enormes… y que muchos adultos apretaran la puerta de casa como si el cuero y los tatuajes fueran una amenaza.
Pero esta vez no se detuvieron por una mirada ni por un semáforo. Se detuvieron por una niña.
En la acera, al lado de un arbolito con pocas hojas, estaba una pequeña de no más de seis años. Después supieron que se llamaba Mía Lara. Llevaba un vestido amarillo descolorido y unas zapatillas gastadas. A su lado había una bicicleta rosa, pequeña, con una cesta blanca sujeta con cinta. Del manillar colgaba un cartón roto con letras torcidas, hechas a mano:
“SE VENDE”
Ruy bajó la velocidad y apagó el motor. Los otros hicieron lo mismo, uno tras otro. El barrio se quedó en silencio, salvo por la respiración irregular de la niña y el zumbido lejano de la tarde.
Ruy se quitó el casco, lo apoyó contra su muslo y se agachó frente a ella.
—¿Y esto, pequeña? ¿Estás vendiendo tu bici?
Mía apretó el cartón con las dos manos. Los labios le temblaban, pero sacó valor de algún sitio que no debería existir en una niña tan chica.
—Sí, señor… Mamá no ha comido en dos días… y necesitamos dinero para comida.
Los cuatro se miraron. Hombres duros, con cicatrices y tinta en la piel, de pronto quietos, como si les hubieran apagado el mundo.
Ruy levantó la vista y siguió la dirección del mentón de la niña. A unos metros, bajo la sombra pobre del árbol, había una mujer sentada en el suelo, encogida, envuelta en una manta fina. Delgada, pálida, con los brazos cruzados como si se sostuviera a sí misma para no desarmarse.
Ruy notó un nudo en la garganta. Caminó despacio hacia ella, con los otros detrás.
—Señora… —dijo con voz suave—. ¿Está bien?
La mujer levantó la mirada con esfuerzo. Tenía la boca reseca y las manos le temblaban.
—Me llamo Clara Lara —susurró—. Perdón si la niña les molestó… Solo… solo quería ayudarme. Perdí el trabajo… pero estaremos bien.
No estaban bien. Se veía en sus dedos que no dejaban de temblar, en el cansancio de los ojos, en ese tono que intenta sonar firme cuando el cuerpo ya no acompaña.
Mía corrió hacia Ruy y le tiró con delicadeza del chaleco, como si temiera que el viento se lo llevara.
—Por favor, señor… La bici todavía sirve. Yo la puedo limpiar. Vale… veinte euros.
Y ahí, algo se partió por dentro de Ruy.
Porque debajo de su aspecto áspero, él también había sido padre. Y había enterrado a su hijo años atrás, después de un accidente de coche en una carretera de madrugada. Había conocido el dolor. Había sentido el vacío. Pero aquello era otra cosa: desesperación con un hilo de esperanza, una niña creyendo que una bici podía salvar a su madre.
Ruy metió la mano en el bolsillo, sacó la cartera y le puso un fajo de billetes en las manos pequeñas.
—Quédate con tu bici, campeona. Esto ya te lo has ganado.
Mía abrió los ojos, confundida.
—Pero… señor… es mucho.
Ruy sonrió apenas, una sonrisa triste y cálida a la vez.
—No, pequeña. Es justo lo que toca.
Tanque, Mauro y Víbora también sacaron dinero. Los billetes se fueron acumulando en las manos de la niña hasta que ya no sabía cómo sujetarlos sin que se le cayeran. Mía miró a su madre como pidiendo permiso para creerlo.
Pero Ruy todavía no había terminado.
Miró a Clara, y su expresión cambió. No era rabia de pelea. Era otra cosa: una firmeza fría, como cuando uno decide que no va a mirar hacia otro lado.
—¿Quién les quitó todo? —preguntó.
Clara dudó. Tragó saliva.
—Mi jefe… don Ernesto Galván. Le rogué que me dejara unas semanas más… solo unas semanas… pero dijo que… que yo era “reemplazable”.
La palabra quedó flotando como veneno.
Ruy se incorporó despacio. Apretó la mandíbula.
—Quédense aquí. Volvemos ahora.
Mía abrazó su bici como si fuera un tesoro. Vio cómo los cuatro moteros montaban, arrancaban y se alejaban por la calle como una tormenta que decide dónde caer.
No iban buscando bronca.
Iban a llevar justicia.
El edificio de Galván Servicios destacaba en una zona de oficinas cerca de la M-40, todo vidrio y líneas limpias, de esos lugares que parecen brillar con una soberbia silenciosa. En la recepción olía a perfume caro y aire acondicionado.
Ernesto Galván, el hombre cuya sonrisa salía en carteles de donaciones y fotos de eventos, estaba tras un escritorio impecable con una taza de café. Su secretaria lo llamó por el interfono, nerviosa.
—Señor… hay… cuatro hombres aquí para verle.
—¿Quiénes?
—Moteros… con chalecos… y… no parecen querer irse.
Galván frunció el ceño.
—Moteros. No tengo tiempo para…
No terminó la frase. La puerta se abrió.
Ruy y los suyos entraron sin gritar, sin empujar, sin amenazar. Sus botas sonaron sobre el suelo pulido. La recepcionista se quedó helada. El guardia de seguridad los miró un segundo… y, sin decir palabra, dio un paso atrás, como si entendiera que esa visita no era de golpes, sino de verdades.
Galván forzó una sonrisa.
—¿En qué puedo ayudarles, caballeros?
Ruy se acercó al escritorio y dejó algo encima con calma: el cartón de “SE VENDE”.
—¿Le suena esto? —preguntó.
Galván parpadeó.
—No… ¿qué es?
—Esto —dijo Ruy, bajo pero afilado— es lo que cuesta su ambición.
Galván intentó mantener el control.
—Si esto es una amenaza…
—No es amenaza —lo cortó Mauro—. Es realidad.
Ruy se inclinó un poco hacia él.
—Hay una mujer ahí fuera, Clara Lara. Usted la despidió cuando le pidió solo una semana más. Su hija intentó vender la bicicleta para que su madre pudiera comer. Usted duerme en un piso cómodo mientras ellas duermen bajo un árbol.
Por primera vez, a Galván se le quebró el gesto. Balbuceó algo sobre “recortes”, “decisiones difíciles”, “reestructuración”.
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