La niña miró mi chaqueta vieja de bombero, se agarró a ella con sus dedos pequeños y dijo muy seria:
—¿Puedes ser mi papá? Mi papá está en la cárcel porque mató a mi mamá. Mi abuela dice que necesito uno nuevo. ¿Quieres ser mi papá?
Yo estaba echando gasolina a mi camioneta en una gasolinera cualquiera, cerca de la autopista, en las afueras de una ciudad grande de Estados Unidos, cuando esa cosita rubia, no más de cinco años, se me plantó delante. Sin miedo.
Solo esos ojos grandes, color verde grisáceo, mirándome como si yo pudiera arreglarle la vida.
Su abuela estaba dentro, pagando, sin darse cuenta de que la niña se había alejado hasta el tipo enorme, con barba y tatuajes, con una vieja chaqueta de bombero llena de manchas y recuerdos.
Me llamo Daniel “Toro” Morales, tengo 64 años y fui bombero durante casi cuarenta.
Ahora estoy jubilado, pero el cuerpo no lo diría: uno ochenta y siete, más de ciento veinte kilos, barba hasta el pecho y suficiente tinta en los brazos como para pintar una pared entera. Los niños normalmente se esconden detrás de sus madres cuando me ven.
Esta no.
Esta me enseñaba orgullosa su peluche.
—Éste es el señor Saltitos —me dijo—. Tampoco tiene papá.
Antes de que pudiera contestar, una mujer mayor salió corriendo de la tienda, con la cara blanca del susto.
—¡Lucía! ¡LU-CÍ-A! ¡Aléjate de ese señor!
Pero Lucía no se movió. Al contrario: se agarró más fuerte a mi chaqueta con la mano libre, mientras en la otra seguía apretando al señor Saltitos.
—Quiero a éste, abuela —dijo muy seria—. Se le ve triste como yo.
La abuela se quedó parada, como congelada, al ver cómo la niña se colgaba de mí, no asustada, sino llena de esperanza.
—Perdone —dijo, intentando soltar los dedos de Lucía de mi chaqueta—. Ella no entiende. Su padre… su madre… ha sido un año muy duro.
—Él mató a mamá —dijo Lucía, como si estuviera contando que había llovido—.
Con un cuchillo. Había mucha sangre. Pero mamá está en el cielo, y papá está en el lugar malo, y la abuela llora todo el rato, y yo solo quiero un papá que no haga daño a nadie.
La abuela se llamaba Carmen Ruiz. Sesenta y siete años, antigua maestra de primaria, y de repente a cargo de una nieta de cinco años porque su hijo había matado a su esposa en una noche de drogas y rabia.
Tenía la mirada vacía y los hombros caídos, como alguien que ha envejecido veinte años en doce meses.
—Lucía, cariño, no podemos pedirles eso a los desconocidos… —susurró.
—No es desconocido —protestó la niña—. Tiene ojos buenos. Tristes, como el señor Saltitos.
Me agaché hasta quedar a la altura de Lucía. Las rodillas crujieron, como siempre.
—Hola, peque. Seguro que tu abuela te cuida muy bien —le dije.
—Lo intenta —contestó con toda la seriedad del mundo—. Pero es mayor. No puede jugar mucho. Y no sabe de papás. Solo sabe de abuelas.
Carmen empezó a llorar. Allí mismo, en el aparcamiento de la gasolinera, esa mujer correcta, con su bolso ordenado y sus gafas colgando del cuello, se rompió.
—Estoy frac… fracasando —sollozó—.
No sé cómo explicarle por qué su padre hizo lo que hizo. No sé cómo ser padre y madre y abuela a la vez.
Tengo 67 años. Debería estar descansando, no empezando de cero con una niña traumatizada.
—La abuela necesita una siesta —me dijo Lucía en confidencia—. Ahora siempre necesita siestas.
Miré a esa niña que había visto cosas que ningún niño debería ver.
Miré a esa abuela que se estaba ahogando en una situación que nunca pidió.
E hice una elección que nos cambiaría la vida a los tres.
—Mira, Lucía —le dije—. Yo no puedo ser tu papá. Pero… quizá podría ser tu amigo. ¿Te parecería bien?
Lucía se lo pensó muy en serio.
—¿Los amigos enseñan a montar en moto? —preguntó.
—Cuando seas más mayor, quizá —sonreí—.
—¿Los amigos van a las fiestas de té?
—Si les invitan, claro.
—¿Los amigos protegen de la gente mala?
Se me hizo un nudo en la garganta.
—Sí. Los amigos de verdad hacen eso.
—Vale —decidió—. Puedes ser mi amigo. Me llamo Lucía Ruiz. Tengo cinco y tres cuartos. ¿Cómo te llamas tú?
—Daniel.
—Es muy difícil. Te voy a llamar señor Dani.
Carmen me miró con una mezcla de miedo y esperanza desesperada.
—Señor, no queremos abusar de su bondad… —murmuró.
Me puse de pie, saqué la cartera y le di una tarjeta.
—Tengo un pequeño taller mecánico a dos calles de aquí. “Taller Morales”. Reparamos coches, motos, lo que sea. Si alguna vez necesita algo —un canguro, que le arreglen el coche, o solo hablar con alguien que no tenga cinco años—, llámeme.
—¿Por qué haría eso? —preguntó, desconfiada.
Miré a Lucía, que hacía saludar al señor Saltitos con la pata.
—Porque yo también tuve una hija —respondí—. Tendría casi treinta años ahora, si un conductor borracho no hubiera chocado contra el coche donde iban ella y mi esposa hace veintidós años.
Y porque nadie debería criar a un niño herido, roto por dentro, completamente solo.
Carmen me llamó tres días después. No para pedir ayuda, eso no: era demasiado orgullosa.
Me llamó porque Lucía no dejaba de preguntar por “el señor Dani” y si podían pasar un día por el taller.
Cuando llegaron, todos mis amigos estaban allí. No una banda de moteros, no delincuentes: éramos un grupo de bomberos jubilados, compañeros de muchos años, que nos reuníamos cada semana en el taller para tomar café, arreglar cosas y sentir que aún servíamos para algo.
Éramos doce hombres grandes, con cicatrices visibles e invisibles, con manos marcadas por el fuego y la vida. A muchos, cualquier niño les habría tenido miedo.
Lucía entró de la mano de Carmen, nos miró a todos y su cara se iluminó como un árbol de Navidad.
—¡Abuela! ¡El señor Dani tiene MUCHOS amigos!
Cruzó el taller como si fuera suyo, enseñando al señor Saltitos uno por uno.
—Éste es el señor Saltitos —decía—. Es muy valiente pero también muy triste.
Y esos hombres, que habían visto incendios, accidentes, noches interminables, se inclinaban muy serios, le daban la mano al peluche y se presentaban:
—Encantado, señor Saltitos. Soy Joaquín.
—Un placer, señor Saltitos. Soy Rafa.
—Mucho gusto, señor Saltitos. Soy Miguel, pero todos me llaman “Chispa”.
—Perfecto —anunció Lucía al final—. Ahora ya no tengo solo un amigo. Tengo muchos.
Son como… muchos papás.
—Cariño, ellos no son… —empezó Carmen.
—Podemos ser tíos —propuso Joaquín, que había sido jefe de parque—. Todo niño necesita tíos.
—¡Tíos bomberos! —chilló Lucía.
Así fue como un grupo de bomberos jubilados se convirtió en la familia extendida de una niña cuyo mundo se había roto en mil pedazos.
La historia de Lucía nos llegó en trozos, con el tiempo.
Su padre, Bruno Ruiz, había sido un chico normal, trabajador, hasta que las drogas duras se metieron en su vida. La madre de Lucía, Sara, intentó irse varias veces, pero él siempre las encontraba.
La noche en que la mató, Lucía estaba escondida en el armario, donde su madre le había dicho que se quedara. Lo oyó todo. Y cuando salió, vio el final.
La psicóloga infantil decía que Lucía estaba reaccionando “sorprendentemente bien”, pero que tenía problemas para confiar.
—Busca figuras de padre que parezcan fuertes pero seguras —nos explicó un día, en una sesión con Carmen y conmigo—. El señor Morales representa protección sin amenaza. Es una forma poco habitual, pero bastante sana, de reconstruir su mundo.
Poco habitual.
Esa era una forma suave de llamar a una niña de cinco años que hacía sus deberes sentada en un banco de madera, en medio de un taller lleno de herramientas, mientras un grupo de bomberos jubilados arreglaban coches y motos a su alrededor.
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