Si llegaste hasta aquí, ya lo sabes: aquella noche en Salamanca yo canté “Y nos dieron las diez” y, por tres minutos, el bar dejó de ser un bar y se convirtió en casa. Lo que no sabía es que, cuando una herida se ve desde fuera, mucha gente se acerca a tocarla. A veces con cariño. A veces con ruido.
Dos días después, a las siete y pico de la mañana, el móvil empezó a vibrar como si tuviera vida propia. Notificaciones, mensajes, llamadas perdidas, números desconocidos. Yo, que antes miraba el teléfono como quien mira un plato vacío, lo miré con una mezcla rara de susto y vergüenza.
Marta salió de su habitación con el pelo hecho un lío y la sudadera puesta del revés. Se quedó mirando el móvil y soltó un bostezo.
—Paco, creo que te has hecho famoso.
Leo asomó por el pasillo con cara de no haber dormido. Javi apareció detrás, rascándose la barbilla, y los tres se quedaron mirando la pantalla como si fuera una noticia de última hora.
—Madre mía —dijo Javi—. Te han puesto en una cuenta de esas de “momentos que te arreglan el día”.
Yo resoplé, sin saber si reírme o esconderme.
—¿Y eso es bueno o es una maldición moderna?
Marta me dio un toque en el brazo, suave, como si me anclara.
—Depende. Si te lo tomas con calma, es bonito. Si te lo tomas en serio, te puede comer.
Esa frase se me quedó dentro. Porque yo había vendido una casa para escapar del silencio, no para que me devorara otro tipo de ruido.
A media tarde, mientras yo pelaba patatas en la cocina, sonó el timbre con una insistencia conocida. Tres golpes rápidos, secos, de esos que no preguntan: exigen. Supe quién era antes de abrir.
Ricardo estaba en el rellano con la mandíbula apretada y el abrigo abierto. Tenía el móvil en la mano como si fuera un salvavidas, y los ojos de quien llega tarde a un accidente.
—Papá, ¿estás bien?
Yo lo miré de arriba abajo, tranquilo.
—Estoy estupendamente. ¿Quieres pasar o vas a interrogarme en el descansillo?
Entró, y la casa le golpeó como siempre: mochilas en el suelo, una silla con ropa encima, un olor a café y a cebolla que no encajaba con su idea de “piso de estudiantes”. Su mirada iba saltando de objeto en objeto, buscando el desastre, confirmando sus miedos.
En la cocina estaban los tres. Leo con una espátula, Marta con el portátil abierto y Javi intentando, una vez más, hacer un nudo de corbata que no pareciera una cuerda mal hecha. Ricardo se quedó rígido, como si hubiera entrado en territorio desconocido.
Yo hice las presentaciones con normalidad, como se hace con la gente que importa.
—Chicos, este es mi hijo, Ricardo. Ricardo, ellos son Marta, Leo y Javi.
Marta sonrió primero, para aflojar el aire.
—Encantada. Tranquilo, que aquí a Paco lo cuidamos.
Leo levantó la espátula a modo de saludo.
—Y no le dejamos fideos instantáneos más de dos días seguidos. Eso ya sería delito.
Javi se rió, y Ricardo, sin querer, también. Fue una risa pequeña, breve, pero fue una rendija. Por ahí entra la vida.
Ricardo se sentó a cenar con nosotros sin decirlo en voz alta, como si le diera pudor admitir que tenía hambre. La tortilla salió medio hecha, el pan estaba algo duro, y aun así se la comió como si llevara horas de viaje.
En un momento, Leo dejó la espátula y miró a Ricardo con una seriedad inesperada.
—Oiga… su padre nos ha hecho bien.
Ricardo alzó la vista, desconfiado, como quien teme un reproche disfrazado.
—¿Cómo?
Leo se encogió de hombros, pero la voz le salió limpia.
—Porque aquí estamos todo el día corriendo. Trabajo, exámenes, alquiler, la sensación de ir siempre tarde. Y de repente llega Paco y hace algo tan simple como preguntar “¿has comido?”. Pero lo pregunta de verdad.
Marta asintió, sin dramatismo.
—Y te pone un plato caliente delante. Y no te mira como si fueras un caso perdido. Te mira como si todavía tuvieras arreglo.
Javi se frotó los ojos, cansado.
—A mí me enseñó a hacer un nudo de corbata sin apretar la garganta, que ya bastante la aprieta la vida.
Ricardo me miró. No como hijo que vigila, sino como hijo que empieza a entender. Y ahí apareció el golpe final: el orgullo herido de quien quería protegerme, pero no sabía cómo.
—Carolina dice que… que te estás exponiendo —soltó de golpe—. Que te pueden usar. Que esto… —señaló el móvil—… te puede hacer daño.
Yo dejé el cuchillo sobre la tabla, despacio.
—Claro que me puedo hacer daño —dije—. Como cualquiera que sale de casa. Pero, hijo… ¿sabes lo que me estaba haciendo daño seguro? Morirme de silencio en una casa perfecta.
Ricardo bajó la mirada al plato. Se le tensaron los dedos alrededor del tenedor.
—Yo solo… tenía miedo.
—Lo sé —le contesté—. Y te lo agradezco. Pero no me entierres antes de tiempo.
No hablamos más de eso. A veces, cuando la verdad entra, uno solo necesita callar un rato para que se quede.
Al día siguiente me paró una mujer en la calle, cerca de la panadería. Tendría treinta y tantos, o quizá cuarenta, y llevaba una bolsa de la compra como si pesara más de lo normal.
—Perdone… ¿usted es el señor del karaoke?
Yo miré alrededor, buscando la broma. No la encontré.
—Depende de quién pregunte —dije, con la sonrisa torpe que se me pone cuando no sé dónde colocar las manos.
Ella se llevó una mano al pecho, como para sujetarse.
—Mi padre falleció el año pasado. Y yo me quedé con la sensación de que… de que a partir de cierta edad todo es esperar. Esperar a que alguien te llame. Esperar a que alguien te visite. Cuando lo vi cantando, pensé: “no, todavía no”. Me dio… aire.
Se le quebró la voz. Y yo, que he sido de aguantar lo mío sin hacer espectáculo, sentí una punzada en el estómago.
—No me des las gracias a mí —le dije—. Dáselas a quien te quite una silla de encima y te diga “siéntate aquí, que hay sitio”.
Me pidió una foto. Se la di. Me pidió que no dejara de “hacer esas cosas”. Le dije que haría lo que pudiera.
Y volví a casa con el pan aplastado y una sensación extraña: no era orgullo, era responsabilidad. Porque cuando alguien te toma por señal, tienes que ir con cuidado de no convertirte en ruido vacío.
Los mensajes llegaron en oleadas. Algunos eran preciosos, de esos que te dejan con la garganta cerrada. Otros eran crueles, de esos que te recuerdan que hay gente que no soporta ver a otro vivir sin pedir permiso.
Una tarde, sentado en la cocina con el móvil, me quedé quieto demasiado tiempo. Marta lo notó al instante.
—Paco, ¿qué pasa?
Le enseñé un comentario especialmente feo. No hacía falta repetirlo en voz alta; ya olía mal solo con verlo. Marta frunció el ceño, se le tensó la mandíbula.
—¿Quieres que conteste?
Yo negué con la cabeza.
—No. No quiero que te manchen. Esa gente no busca entender, busca descargar.
Leo dejó una bolsa en la mesa, como si plantara bandera.
—A ver, norma nueva: aquí no se graba nada más. Nada de vídeos en casa. No vamos a convertir esto en un circo.
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