Viejo exbombero llevó a una bebé abandonada a través de una tormenta de nieve cuando todos los demás se rindieron
El exbombero llevó a una recién nacida durante ocho horas bajo una ventisca, después de encontrarla abandonada en el baño de una gasolinera de carretera.
A sus 71 años, a todos le llamaban Tanque. Había visto de todo en sus décadas de servicio como bombero y luego como motorista veterano: incendios, choques en carretera, rescates imposibles… pero nada lo preparó para el pequeño papelito prendido al mantita de aquella bebé:
“Se llama Esperanza. No puedo pagar sus medicinas. Por favor, ayúdenla”.
El baño estaba helado, la bebé empezaba a ponerse azul, y fuera la peor tormenta de nieve en cuarenta años estaba cerrando cada carretera de la sierra en el norte de México.
Casi cualquiera habría llamado al 911 y se habría quedado esperando, pero Tanque vio la pulserita médica en la muñeca diminuta de la niña y las palabras que lo cambiaron todo:
“Cardiopatía congénita grave. Requiere cirugía en menos de 72 horas”.
Había nacido con medio corazón funcionando, y alguien la había dejado en un baño de gasolinera, dispuesta a que muriera allí, antes que verla sufrir sin tratamiento.
Tanque la metió dentro de su chaqueta térmica, contra su pecho. Sintió su corazón diminuto golpearle las costillas: irregular, cansado, pero todavía luchando.
El hospital más cercano con cirugía cardíaca pediátrica estaba en la capital, a más de mil trescientos kilómetros.
La autopista principal estaba cerrada. Los servicios de emergencia dijeron “tal vez mañana, tal vez pasado”.
Esa bebé no tenía “mañana”.
Lo que Tanque hizo después se convertiría en leyenda entre los motoristas solidarios, pero empezó con una decisión sencilla que podía salvar la vida de una niña… o terminar con la suya.
Puso en marcha su vieja moto de viaje bajo la ventisca y decidió atravesar el infierno mismo para darle una oportunidad a una bebé desechada, la oportunidad que su propia madre no había podido darle. Pero él falló en algo…
…no calculó cuánta gente se uniría a ellos en el camino.
Yo estaba echando gasolina en una estación pequeña de la carretera cuando escuché el rugido de la moto de Tanque, lo cual era una locura porque nadie más estaba rodando con aquel tiempo. Hacía quince grados bajo cero, se veía a unos pocos metros y el viento lanzaba hielo de lado como agujas.
Tanque se paró junto a la bomba, y entonces lo vi: el pequeño bulto dentro de su chaqueta, y su mano apretada ahí, protegiéndolo.
—Madre mía, Tanque, ¿qué…? —empecé.
—No hay tiempo —me cortó, la voz áspera—. Necesito tu ayuda.
Llama a todas las gasolineras que puedas entre aquí y la capital. Diles que Antonio “Tanque” Morales va pasando con una bebé muy grave. Que estén listos con leche caliente, pañales, lo que tengan.
Entonces bajó un poco la cremallera de la chaqueta y la vi.
La cosa más pequeña que había visto en mi vida, no tendría ni una semana. Sus labios ya no estaban azules, ahora eran rosados, pero respiraba mal: demasiado rápido, demasiado superficial.
—La encontré hace una hora —explicó Tanque mientras llenaba el depósito con una mano y con la otra seguía sujetando a la niña—. La madre la abandonó. Tiene medio corazón, necesita cirugía ya. La capital es el único sitio donde pueden hacerlo.
—Tanque, no puedes ir en moto hasta allá con esta tormenta. Te vas a matar.
—Pues me mato —contestó, sin dudar—. Pero no voy a dejar que se muera sola en un baño como si fuera basura.
Ya había tomado la decisión. Y cuando Tanque tomaba una decisión, no tenía sentido discutir.
—¿Vas a ir solo? —pregunté.
—A menos que te apuntes.
Miré mi camioneta, calentita y segura. Luego miré a la bebé, luchando por cada bocanada de aire.
—Dame dos minutos —dije—. Voy por mi moto.
Los ojos de Tanque se encontraron con los míos.
—No tienes por qué hacerlo —murmuró.
—Sí, sí que tengo. ¿No éramos nosotros los que decíamos que no se deja a nadie atrás?
En menos de diez minutos, la noticia ya corría por los canales de radio de la carretera y por los grupos online de motoristas.
Antonio “Tanque” Morales, exbombero y uno de los fundadores del grupo solidario Guardianes del Camino, intentaba una ruta imposible para salvar a una bebé abandonada.
Cuando salimos de aquella gasolinera, ya se nos habían unido tres motos más.
—Están locos, se van a matar ahí fuera —dijo un camionero, mirando cómo nos abrigábamos.
—Puede ser —respondió Tanque, ajustando de nuevo a la bebé dentro de su chaqueta—. Pero ella no va a morir sola ni olvidada.
Los primeros ochenta kilómetros fueron lo peor que he rodado en mi vida.
El viento intentaba echarnos de la carretera cada pocos segundos. El hielo se pegaba al casco hasta que casi no podíamos ver. Los dedos se me quedaron entumecidos dentro de los guantes.
Pero Tanque no redujo la velocidad. Rodaba como si el mismísimo diablo le persiguiera, una mano en el manillar y la otra sobre el cuerpo diminuto de la niña. Cada treinta kilómetros, se apartaba al arcén unos segundos, se bajaba la bufanda, la miraba y le susurraba.
—Aguanta, Esperanza. Ya llegamos. Aguanta.
En la primera gasolinera grande de la ruta, la noticia ya había llegado. La dueña, una señora mayor llamada Bety, tenía el local a treinta grados, con estufas encendidas y había preparado cosas: leche de fórmula, mantas, incluso una bombona de oxígeno que le sobraba del equipo de su difunto marido.
—¿Cómo está? —preguntó Bety mientras Tanque le daba el biberón con extremo cuidado.
—Luchando —dijo él—. Es una luchadora.
Bety nos miró a todos: cinco motoristas cubiertos de hielo y nieve, rodeando a aquella bebé como si fuera lo más valioso del mundo.
—¿Por qué? —preguntó simplemente—. ¿Por qué arriesgar la vida por una niña que ni siquiera es de ustedes?
Tanque levantó la vista, y vi lágrimas congeladas pegadas a sus mejillas, bajo el casco.
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