Vi cómo arrastraban al viejo motorista por el suelo brillante, sus botas dejando rayas negras sobre las baldosas blancas.
El hombre, un motorista de 72 años, exmilitar que había servido en misiones en el extranjero, se agarraba el pecho. Tenía la cara gris como la ceniza y respiraba como un pez fuera del agua.
El gerente, un chaval llamado Daniel que no tendría más de 24 o 25 años, le agarraba por las axilas y lo arrastraba hacia la salida.
—Está asustando a nuestros clientes —repetía Daniel—. Si va a venir borracho, hágalo en otro sitio.
El hombre no estaba borracho. Se estaba muriendo.
Me llamo Ana Chen. Soy enfermera pediátrica y estaba comprando cosas para la fiesta de cumpleaños de mi hija cuando lo vi todo.
El motorista, al que luego supe que llamaban Héctor, estaba intentando alcanzar algo en un estante alto cuando de pronto se llevó la mano al pecho y se desplomó. Su chaleco de cuero, lleno de parches de veterano y de su club, se abrió a su alrededor como unas alas.
Yo corrí hacia él, pero Daniel llegó antes. No para ayudar, sino para proteger la imagen de su tienda.
—Señor, tiene que salir —dijo sin siquiera agacharse a comprobar cómo estaba.
Los labios de Héctor empezaban a ponerse morados.
—Por… favor… no… puedo… respirar…
—Sí, eso dicen todos. Vamos, arriba.
Intenté intervenir.
—Está teniendo un infarto. Llamen a emergencias, ahora mismo.
Daniel apenas me miró.
—Señora, tratamos con esta gente todo el tiempo. Entran, intimidan a los clientes con su aspecto, fingen estar mal para llamar la atención o para luego denunciar. Yo me encargo.
—¿Esta gente? —le miré sin creer lo que oía—. Está teniendo un ataque al corazón.
—Está borracho. Mírelo: chaleco de cuero, pinta de venir de un bar de motoristas. No podemos permitir esto aquí dentro.
Entonces aparecieron dos guardias de seguridad, chicos jóvenes que parecían inseguros pero siguieron las órdenes de Daniel. Le ayudaron a arrastrar a Héctor hacia la puerta mientras los clientes miraban, algunos con el móvil en la mano grabando, pero nadie ayudando.
—¡Revísenle el pulso! —grité, intentando pasar entre ellos—. ¡Necesita una ambulancia!
—Señora, apártese o tendremos que pedirle que abandone la tienda también.
Los ojos de Héctor encontraron los míos. Estaban llenos de terror y súplica. Intentó hablar, pero no pudo. Su mano temblorosa se alargó y vi su pulsera médica: problema cardíaco, nitroglicerina en el bolsillo del chaleco.
—Su medicación —señalé—. Tiene medicación para el corazón en el chaleco.
—Seguro —se burló Daniel—. Lo que tendrá ahí serán drogas. No vamos a tocarle nada.
Lo arrastraron fuera, al calor de agosto, más de treinta y tantos grados sobre el asfalto. Daniel se plantó delante de Héctor, que ya casi no reaccionaba, tirado en la acera.
—Tiene prohibida la entrada a esta tienda —anunció en voz alta, asegurándose de que todos lo oyeran—. No toleramos este comportamiento. Me da igual si dice que es veterano o lo que sea. Borracho es borracho.
La mano de Héctor seguía apretando su pecho. Corrí a mi coche a por mi maletín médico, pero cuando volví, algo había cambiado. Coches y motos empezaban a entrar en el aparcamiento. Motos, muchas motos. El rugido llenó el aire.
Habían llegado los Hijos del Asfalto MC.
Tomás, al que todos llamaban Tom el Grande, presidente del club, se bajó de la moto antes casi de que parara. Vio a Héctor en el suelo y entendió en un segundo lo que otros se habían negado a ver.
—Martillo —gritó, arrodillándose a su lado—. ¿Quién le ha hecho esto? ¿Por qué está en el suelo?
Daniel dio un paso al frente, intentando mantener la autoridad.
—Señor, este hombre estaba borracho y…
Pero la mano de Tom el Grande ya estaba en el bolsillo del chaleco de Héctor, sacando un pequeño frasco de nitroglicerina. Le colocó una pastilla bajo la lengua mientras lanzaba órdenes a sus hermanos.
—¡Llamad a emergencias! ¡Traed agua! ¡Haced sombra!
Luego miró a Daniel con unos ojos capaces de derretir acero.
—¿Arrastraste a un hombre con un infarto fuera de tu tienda?
—Parecía intoxicado…
—Parecía morirse, inútil.
Me arrodillé a su lado con mi maletín.
—Soy enfermera. Déjenme ayudar.
Tom se apartó al instante. Le tomé el pulso a Héctor: débil e irregular. La respiración, superficial. La nitroglicerina podía ayudar, pero necesitaba un hospital ya.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —pregunté.
—Le vi caer hace unos diez minutos —dije—. Y han pasado casi todo ese tiempo arrastrándolo hasta aquí fuera.
Los motoristas hicieron un círculo alrededor de nosotros, bloqueando el sol y creando sombra. Uno echó un poco de agua sobre la cara de Héctor para refrescarlo. Otro estaba al teléfono con emergencias, dando detalles precisos.
Daniel intentó imponerse otra vez.
—No pueden apropiarse del aparcamiento de la tienda…
—Cállate —dijo Tom el Grande, en voz baja, pero con tanta amenaza que Daniel dio un paso atrás—. Tomás, grábalo todo. Cada segundo.
Fue entonces cuando Héctor se quedó sin pulso.
Empieza el silencio, ese silencio terrible que yo conozco demasiado bien.
Comencé la reanimación de inmediato. Compresiones, ventilaciones, el ritmo que mis manos conocen de memoria. Tom sujetaba la cabeza de su amigo y le hablaba.
—Vamos, Martillo. No así, hermano. No en un aparcamiento cualquiera. Sobreviviste a cosas mucho peores. Eres demasiado terco para morir aquí.
Compresión, compresión, compresión, aire.
—¿Te acuerdas de lo que siempre decías? —continuó Tom—. Que la muerte tiene que ganarse el derecho a llevarse a un hombre. Pues todavía no te ha ganado a ti.
Los demás motoristas nos rodeaban, bloqueando curiosos, creando una barrera protectora. Esos hombres grandes, tatuados, con ojos brillantes de lágrimas, viendo cómo su hermano se les escapaba.
—¿Dónde está la ambulancia? —gritó alguien.
—Dicen que tardan unos minutos más —respondió otro.
Seis minutos pueden ser una eternidad cuando haces reanimación. Me dolían los brazos, pero no paré. No podía parar.
—Déjame relevarte —me dijo Tom.
—¿Sabes hacer RCP?
—Todos la sabemos hacer. Martillo nos enseñó. Dijo que vivimos sobre dos ruedas, que algún día podríamos necesitarla. Nunca pensé que sería para él.
Cambiamos. Las compresiones de Tom eran perfectas: profundidad correcta, ritmo constante. Aquel supuesto “borracho” había entrenado a todo su club para salvar vidas.
Daniel seguía allí, observando cómo cambiaba su propia cara al darse cuenta de lo que había hecho. Los guardias de seguridad se habían apartado. Uno de ellos lloraba abiertamente.
—Yo no… yo pensaba que… —murmuró Daniel.
—Pensabas que no valía nada —le dijo uno de los motoristas—. Que era solo otro motorista sucio que no merecía tu tiempo.
Y entonces Héctor volvió.
Un segundo no había nada, al siguiente dio una bocanada de aire, abrió los ojos de golpe. Pulso débil, pero pulso al fin. Miró a Tom, desorientado.
—Nos has asustado, Martillo —dijo Tom, con la voz ronca.
Héctor intentó hablar, pero le hice un gesto.
—No hable. Guarde fuerzas.
La ambulancia llegó por fin. Los sanitarios tomaron el relevo. Mientras subían a Héctor a la camilla, él me agarró la mano.
—Gra… cias…
—No me dé las gracias a mí. Déselas a sus hermanos. Ellos le han salvado.
Cuando la ambulancia se alejó, Tom se giró hacia Daniel. El gerente estaba pálido, imaginando seguramente todo lo que aquello podía significar para su futuro.
—Lo siento —empezó Daniel—. Yo no sabía que…
—¿Que era un veterano condecorado? ¿Que tiene más años dedicados a ayudar a los demás que tú de vida? ¿Que lleva años enseñando a jóvenes a conducir con cabeza para que no acaben muertos en una curva? ¿Que es un ser humano que merecía un mínimo de dignidad mientras se moría?
—Yo…
—Viene a esta tienda todas las semanas —continuó Tom—. Compra comida para el comedor social donde ayuda de voluntario. Nunca ha dado problemas. Pero tú viste el chaleco y decidiste que era basura.
Daniel no supo qué responder.
Fue entonces cuando llegó la gente de la central. Alguien los había llamado, probablemente el propio Daniel intentando cubrirse. Una mujer con traje bajó de un coche de alta gama y miró la escena: decenas de motoristas, clientes grabando, todos comentando lo ocurrido.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó.
Tom me dejó explicarlo. Yo, como sanitaria y testigo desde el principio. Cuando terminé, la mujer estaba blanca.
—¿Negasteis ayuda médica a un cliente que estaba teniendo un infarto? —preguntó, mirando a Daniel.
—Parecía borracho…
—¿Y lo arrastrasteis fuera de la tienda mientras se moría?
—Con ese chaleco, con esos motoristas… yo supuse…
—Estás despedido. De inmediato. Seguridad, quedáis suspendidos mientras se investiga.
Daniel intentó protestar, pero ella le cortó.
—Tenemos cámaras. Tenemos testigos. Tenemos a un veterano que casi muere por tu discriminación. Lárgate. Ahora.
Pero la historia no terminó allí.
Tres días después, Héctor estaba estable en el hospital. Los Hijos del Asfalto habían montado guardia como si fuera un hermano en el frente: siempre había alguien en la habitación y otros tantos en la sala de espera. Cuando fui a verlo, Héctor hablaba con Tom.
—Quiero hacer algo —decía Héctor.
—Lo que tienes que hacer es descansar —respondió Tom.
—No. Ese gerente, Daniel. Quiero hablar con él.
Tom parecía dispuesto a negarse, pero Héctor insistió.
—Búscalo. Tráelo.
Tardaron dos días, pero lo encontraron. Daniel estaba viviendo en su coche, sin trabajo, con solicitudes rechazadas en todas partes en cuanto pedían referencias. Tom lo llevó al hospital.
Daniel se quedó en la puerta, paralizado. Héctor seguía conectado a máquinas, todavía débil, pero sus ojos estaban claros.
—Siéntate —le dijo.
Daniel se sentó.
—¿Cuántos años tienes? ¿Veinticinco?
—Veinticuatro —respondió él.
—Yo tenía veinticuatro cuando hice el servicio y me mandaron fuera. También pensaba que lo sabía todo. Pensaba que podía juzgar a la gente por cómo iba vestida, por su cara, por su pelo. Allá donde estuve, se decía que los “malos” iban de una manera. Y yo casi hice daño a personas inocentes por pensar así.
Daniel bajó la mirada.
—Demasiadas —continuó Héctor—. Me costó años entender que la ropa no hace a la persona. Lo hacen sus actos. Tú tienes veinticuatro. Tienes tiempo de aprender. La pregunta es: ¿quieres?
—Lo siento muchísimo —murmuró Daniel.
—No quiero disculpas. Quiero cambio. Los Hijos del Asfalto montan un banco de alimentos todos los domingos. Nos faltan manos. ¿Te interesa?
Daniel lo miró, incrédulo.
—¿Quiere que trabaje con ustedes? ¿Después de lo que le hice?
—Quiero que conozcas quiénes somos de verdad. No el cuero, no las motos. Los hombres por dentro. Veteranos, padres, abuelos. Seres humanos a los que casi dejaste morir.
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