La madrastra creyó que nadie se enteraría… hasta que el padre entró en casa y lo vio todo
Javier Morales siempre había creído que estaba haciendo lo correcto.
Como promotor inmobiliario en Madrid, trabajaba muchas horas, viajaba mucho y firmaba contratos sin descanso para asegurar un futuro en el que sus hijos nunca tendrían que preocuparse por nada.
Se repetía una y otra vez que cada vuelo nocturno, cada reunión fuera de la ciudad, cada cena perdida, eran por ellos. Por el piso amplio en el que vivían. Por la estabilidad que merecían. De verdad pensaba que el amor podía medirse en seguridad económica.
Pero aquella tarde de jueves, fría y gris, esa creencia se hizo añicos.
Tras estar tres semanas fuera por trabajo en México, Javier casi podía oír, en su cabeza, las risas que esperaba escuchar en cuanto bajó del taxi. Se imaginó a Lucía, su hija de siete años, corriendo hacia él con los brazos abiertos.
Imaginó al pequeño Nico, todavía de año y medio, en su trona, riendo al ver la cara de su padre. Y se imaginó a Laura —su esposa desde hacía apenas dos meses— recibiéndolo con una sonrisa, haciendo que la casa se sintiera llena y viva.
Pero cuando Javier metió la llave en la cerradura y abrió la puerta, el silencio lo golpeó. Un silencio demasiado afilado. Demasiado tenso.
Entonces oyó un ruido seco. Después, un sollozo ahogado.
Corrió hacia el sonido, con el corazón golpeándole en el pecho. Al llegar a la cocina, la escena lo dejó helado.
Lucía estaba agachada en el suelo de baldosas, con leche escurriéndole por el pelo y el vestido empapado, charcos formándose alrededor de sus rodillas.
Tenía a Nico pegado al pecho, abrazado con fuerza, su carita escondida en el hombro de su hermana. Y encima de ellos, con una expresión rota que se transformaba en furia, estaba Laura, sujetando la botella de leche vacía como si fuera un arma.
—Por favor… lo siento —susurró Lucía. Su voz era tan pequeña que casi no llegó hasta él.
La maleta resbaló de la mano de Javier y cayó al suelo. De repente lo vio todo a la vez: el miedo en los ojos de su hija, cómo le temblaba el cuerpo, la forma en que protegía a Nico como si lo hubiera hecho muchas veces antes. Y entonces entendió cuán ingenuo había sido. Cuán ciego.
—¡BASTA! —el grito de Javier retumbó por toda la cocina.
Laura se quedó inmóvil. Su cara cambió en un segundo a una dulzura falsa.
—Javi… has llegado antes de lo que dijiste, yo solo… no era…
Pero Javier ya no escuchaba.
Caminó hacia su hija, se inclinó y levantó a Lucía y a Nico en brazos, apretándolos contra su pecho. Las lágrimas de Lucía se empaparon en su camisa mientras sus pequeños dedos se aferraban a su cuello.
Cuando habló, su voz ya no fue alta. Fue tranquila. Demasiado tranquila.
—Laura —dijo, sin mirarla—. Haz las maletas. Te vas de esta casa. Hoy.
El rostro de ella se quedó blanco.
Entonces Lucía murmuró una frase que le apretó el pecho como un puño:
—Papá… ella hace esto muchas veces.
Javier no discutió.
No gritó.
No pidió explicaciones que ya no tenían importancia. Cuando Laura intentó justificarse, él solo repitió lo mismo. Su tono no dejaba espacio para negociar. En menos de tres horas, se había ido, acompañada por una vecina que, alarmada por los gritos, había escuchado suficiente como para servir de testigo si alguna vez hacía falta.
Los días siguientes, la casa se llenó de un silencio pesado.
No era un silencio de paz, sino uno frágil, como un cristal a punto de romperse. Lucía seguía a Javier a todas partes, casi como si tuviera miedo de que desapareciera en cuanto apartara la vista. Por las noches se despertaba temblando, agarrando a Nico con fuerza contra su pecho.
Javier empezó a dormir en la habitación de los niños, en un colchón en el suelo, junto a sus camas. Cada vez que Lucía daba un salto en sueños, él alargaba la mano y apretaba la suya. No le hacía preguntas. No la presionaba. Simplemente estaba allí.
Poco a poco, la verdad fue saliendo, no en relatos largos, sino en pequeños detalles. En la forma en que Lucía se encogía cuando alguien alzaba la mano para coger un vaso. En cómo pedía perdón antes de decir cualquier cosa. En cómo mecía a Nico suavemente cada vez que estaba asustada, susurrándole:
—Tranquilo, estoy aquí. Yo te cuido.
Javier llevaba años dándoles todas las comodidades materiales, y sin embargo su hija había vivido con miedo dentro de su propio hogar.
La culpa se le instaló en el pecho como una piedra.
Así que empezó a cambiar cosas. No gestos de unos días, sino cambios de verdad.
Redució sus horas de trabajo. Delegó más en sus socios y encargados.
Llevó el portátil al salón para poder trabajar mientras los niños jugaban cerca.
Y todas las tardes, se plantó frente a los fogones a preparar la cena con Lucía a su lado. Sus pequeñas manos rompían huevos. Mezclaba masa. A veces tiraba harina por todas partes. Pero en vez de enfado, había risas. Al principio, tímidas; poco a poco, más claras, más llenas.
El piso empezó a sentirse otra vez como un hogar.
Pero sanar no es una línea recta.
Una tarde, Javier entró en el salón y encontró a Lucía clavada frente a la puerta, respirando rápido. No había ningún peligro; solo un ruido fuerte del ascensor y voces en el rellano. Pero su reacción decía mucho más que las palabras.
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