Volví de la misión soñando con abrazar a mi hija, pero la encontré viviendo entre cerdos y lágrimas

Volví de la misión soñando con abrazar a mi hija, pero la encontré viviendo entre cerdos y lágrimas

La luz anaranjada del atardecer caía sobre un pequeño barrio a las afueras de Murcia, en el sureste de España, cuando el capitán de infantería Andrés Herrera bajó del taxi. Su uniforme seguía impecable, aunque la tela guardaba las arrugas de los campos de batalla lejanos. Hacía dos largos años que no veía a su hija, Lucía. Se la imaginaba corriendo hacia él, lanzándose a sus brazos, riendo como antes. Esa imagen era lo que le había dado fuerzas en tantas noches sin dormir, lejos de casa.

Pero mientras caminaba por el sendero que llevaba a su puerta, algo le pareció extraño. El jardín estaba descuidado, la hierba alta, sin flores ni macetas. No había juguetes, ni rastro de las tizas de colores con las que Lucía pintaba en el suelo. Las ventanas, que antes brillaban después de que padre e hija las limpiaran juntos, estaban ahora opacas, llenas de suciedad. El corazón se le encogió.

Llamó a la puerta. Nadie contestó.

Entonces oyó una tos apagada que venía del fondo del patio.

Siguió el sonido con cautela, las botas crujiendo sobre la grava. Al fondo, junto a un pequeño establo, la cerca de los animales estaba vieja y torcida. Y entonces la vio.

En el chiquero, descalza y cubierta de barro, estaba Lucía. El pelo enredado, la cara pálida, la ropa rota y demasiado fina para el aire fresco de la tarde. Sus manos pequeñas temblaban mientras echaba pienso en el comedero de los cerdos.

Por un momento, Andrés se quedó sin aliento.
—¿Lucía?

Ella se giró despacio. Sus ojos se abrieron de par en par, llenándose de lágrimas.
—¿Papá? —Su voz sonó áspera, cansada, como si hubiera olvidado cómo hablar con cariño.

Antes de que él pudiera moverse, una voz sonó a sus espaldas. Marta, su segunda esposa, estaba en el umbral del establo, con el maquillaje intacto y los brazos cruzados.
—Está haciendo sus tareas. No es para tanto —dijo, sin una pizca de vergüenza.

Andrés dio un paso adelante, la voz baja y peligrosa.
—¿Tareas? Parece que se va a desmayar.

Lucía tembló.
—Me… me hizo dormir aquí… en la paja —susurró.

Marta resopló.
—Desobedeció. Necesitaba disciplina.

Las manos de Andrés se cerraron en puños. Había visto crueldad en la guerra. Pero esto… esto era traición en su propia casa.

—La has tenido aquí como a un animal —dijo, con la voz quebrada por la rabia.

El gesto de Marta se endureció.
—Tú te fuiste. Alguien tenía que enseñarle responsabilidad.

Andrés se colocó entre Marta y Lucía, protegiendo a la niña con su cuerpo.
—Lucía, vete dentro —ordenó con calma firme—. Ahora.

Lucía dudó, el miedo aún en los ojos.

—¡No te muevas! —gritó Marta.

Andrés se giró hacia ella muy despacio. El aire parecía espeso, cargado de algo que podía romperse en cualquier momento.

—Si vuelves a ponerle una mano encima —susurró—, te vas a arrepentir.

Lucía se quedó paralizada detrás de él, las lágrimas corriéndole por la cara manchada de barro, sin saber si por fin estaba a salvo… o si estaba a punto de empezar una tormenta aún mayor.

Lucía salió corriendo hacia la casa mientras Andrés se quedaba frente a Marta. La tensión entre ellos cortaba el frío de la tarde como un cuchillo.

—¿Te crees que puedes volver después de dos años y mandar aquí? —escupió Marta, acercándose—. He sido yo quien ha mantenido esta casa en pie. No vengas ahora de héroe.

La mandíbula de Andrés se tensó.
—Mantener una casa no significa destrozar a una niña.

—¡Es una vaga! —saltó Marta—. Llora por todo, dice que tiene hambre todo el día, no se comporta como una señorita. Tú la mimaste. Necesitaba consecuencias.

Andrés la miró, atónito.
—Tiene trece años, Marta. Es una niña, no tu criada.

Marta chasqueó la lengua.
—No sabes lo difícil que ha sido. Las facturas, la comida, las responsabilidades. ¿Y ella? Solo sabe pedir.

Andrés respiró hondo, conteniendo la rabia.
—¿Dónde está su habitación?

Marta no respondió.

Él entró en la casa, con pasos firmes. Lucía estaba en el pasillo abrazada a un viejo peluche, los ojos rojos de tanto llorar.
—Papá… mi cuarto ya no es mío —dijo en voz baja.

Andrés empujó la puerta de lo que había sido la habitación de la niña. Las paredes, que él mismo había pintado de amarillo suave, estaban ahora llenas de cajas. La cama había desaparecido, sustituida por cubos de limpieza, trastos y cajas con adornos de Navidad.

El golpe le llegó al pecho como un puñetazo.

Se arrodilló ante Lucía.
—Coge lo que sea tuyo, lo poco que tengas. Nos vamos —dijo con suavidad pero sin titubeos.

Ella asintió y salió corriendo a por sus cosas.

Marta irrumpió en la habitación, furiosa.
—¡No te la llevas! ¡Esta es mi casa! Y ella… ella me debe…

Andrés se volvió hacia ella.
—No te debe nada.

Estuvieron a pocos centímetros uno del otro. El hombre que había cruzado zonas de combate se enfrentaba ahora a la mujer que había convertido su hogar en una jaula.

Lucía volvió con una mochilita en las manos: era todo lo que le quedaba. Un pantalón, dos camisetas, el peluche y una libreta. Nada más.

Andrés la tomó de la mano y la llevó hacia la puerta.

—¡Llamaré a la policía! ¡Llamaré a un abogado! ¡Te vas a arrepentir! —gritó Marta desde el pasillo.

Andrés se detuvo en el umbral. Su voz sonó tranquila, casi demasiado.
—De lo que me arrepiento es de haberte creído.

Llevó a Lucía hasta su coche, la acomodó en el asiento y le abrochó el cinturón con cuidado, como cuando era pequeña. Luego arrancó.

La carretera se abrió delante de ellos como una cinta gris y silenciosa, llevándolos hacia lo desconocido. Lucía sujetaba la manga de la chaqueta de su padre con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, como si temiera que, si lo soltaba, todo desaparecería.

—Papá… —susurró—. ¿Estoy castigada?

Andrés sintió cómo se le rompía el corazón.
—No, cariño. No has hecho nada malo. Ahora estás a salvo. Te lo prometo.

Pero las promesas necesitan hechos.

Antes de que amaneciera al día siguiente, Andrés ya había hecho varias llamadas: al servicio de protección de menores, al servicio jurídico del ejército y a su hermana Ana, que vivía en otra ciudad y aceptó recibirles en su casa mientras todo se aclaraba.

La batalla no había terminado.
Pero esta vez, Andrés tenía claro que no iba a perder.

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