Víctor asintió con la cabeza.
—Táctica de aislamiento.
—Exacto —suspiré—. Y luego murió mi padre el año pasado. Me dejó treinta mil euros. Bruno insistió en meterlos en nuestra cuenta conjunta “para nuestro futuro”. Ese dinero era para la entrada del piso.
Miré de nuevo la pantalla mental de la app del banco. El mismo dinero que ahora flotaba en algún bar del crucero.
—El mismo dinero que ahora se ha gastado en un viaje con otra mujer —dijo Víctor en voz baja.
Dejé el tenedor. Ya no tenía hambre.
Se hizo un silencio corto, solo roto por el tictac del reloj de la cocina.
—Personas como Bruno y Elena ven las relaciones como transacciones —dijo Víctor finalmente—. Yo me di cuenta demasiado tarde. Era viudo y tenía mis ahorros de años de trabajo en banca cuando la conocí. Ella era encantadora, guapa, y Bruno un adolescente que parecía necesitar una figura paterna.
Soltó el aire despacio.
—Después de casarnos, todo cambió. Los gastos subieron, siempre “porque nos lo merecíamos”. Cuando intenté poner límites, me convertí en el tacaño, el controlador, el que no estaba comprometido con la familia.
—Eso me suena —murmuré.
Más tarde, Víctor me llevó a su antiguo despacho.
Elena lo había decorado como un espacio de “meditación”, con velas que aún tenían el precio pegado y cojines casi sin usar, pero el escritorio de Víctor seguía allí.
—Ayúdame con ese cuadro —pidió, señalando un paisaje mediocre colgado en la pared.
Lo descolgamos entre los dos. Detrás no había una caja fuerte, como esperaba, sino un panel suelto en la pared. Víctor lo retiró y sacó una carpeta de plástico duro.
—Aquí están mis verdaderos activos —explicó, extendiendo el contenido sobre la mesa—. Inversiones que Elena ni sueña que existan. Una casa en un pueblo de montaña, cuentas en el extranjero que abrí cuando trabajaba en banca…
Miré los documentos con incredulidad.
Las cantidades eran considerables. Más de tres millones en bienes completamente aparte de lo que la familia conocía.
—Bruno y su madre llevan años sacando dinero de mis cuentas “oficiales” —dijo Víctor—. Pero esto no pueden tocarlo. Me ocupé de eso.
Señaló la escritura de la casa donde estábamos.
—Esta casa. No está a mi nombre ni al de Elena. Es de una de mis sociedades. Ellos creen que la van a heredar. No será así.
—¿Bruno no sabe nada de esto? —pregunté.
—Ni un céntimo. Ni siquiera mi abogada conoce todo el cuadro. Solo mi asesor financiero en una ciudad del norte, y está obligado a guardar silencio.
Sus ojos se encendieron con una determinación feroz que no había visto hasta entonces.
—Siempre supe cómo era Bruno en el fondo —continuó—. Igual que su madre: encantador por delante mientras te mete la mano en el bolsillo. Lo que no esperaba era que hiciera lo mismo contigo.
A la mañana siguiente, llegó Patricia, la abogada de Víctor: una mujer en la sesentena, con el pelo plateado recogido con precisión y unos ojos verdes que lo miraban todo.
Traía una cartera llena de documentos.
—Así que tú eres la nuera abandonada —dijo, evaluándome de arriba abajo con franqueza—. Víctor me llamó anoche. Dijo que habías sido una aliada inesperada.
Tomamos café en la cocina mientras ella extendía papeles sobre la mesa.
Patricia explicó lo que habían estado preparando:
dejar constancia legal de la negligencia, cambiar el testamento, crear estructuras financieras a prueba de impugnaciones.
—Tenemos que finalizar varios documentos —resumió—: poderes notariales para cuestiones médicas, modificaciones del testamento, traspasos de bienes que necesitan testigos.
Me ofrecí para ayudar a organizar las pruebas de Víctor en formato digital.
—Perfecto —asintió—. Vamos a necesitar todo bien ordenado para cuando, inevitablemente, intenten recurrir.
Mi experiencia en diseño y organización de archivos me permitió clasificarlo todo: escaneé extractos bancarios, notas, informes médicos, los apuntes de la libreta de Víctor. Lo ordené en carpetas con fechas, resúmenes y etiquetas claras.
Por la tarde, cuando Patricia se marchó con un montón de documentos firmados, Víctor y yo nos sentamos en el salón con un álbum de fotos que él había sacado de una estantería.
—Mira esto —dijo, señalando una foto de Bruno adolescente, con Elena detrás, inclinada hacia su oído—. Siempre susurrándole algo.
Pasó la página.
—Aquí está el padre de Bruno, antes del divorcio. Fíjate en la cara que tiene.
Les miré, congelados en una Navidad de hacía décadas. El hombre se veía cansado, apagado. A su lado, Elena sonreía deslumbrante, y Bruno se apoyaba en ella como si el resto del mundo no importara.
Página tras página, iban apareciendo patrones que reconocía de mi propia vida:
gestos de control sutil, cambios económicos, fotos en las que Víctor estaba siempre un poco apartado, descentrado.
—Es como ver mi vida desde fuera —susurré.
Víctor asintió, con una comprensión triste en la mirada.
—Por eso tenemos que pararles ahora —dijo—. Antes de que le hagan lo mismo a otra persona.
En ese momento, nuestra alianza dejó de ser algo cómodo o interesado. Se convirtió en algo más profundo: una decisión compartida de hacer lo correcto, aunque fuera incómodo.
—No se trata solo de venganza —añadió, cerrando con cuidado el álbum—. Se trata de poner las cosas en su sitio.
Le apreté la mano huesuda.
—Sí —respondí—. Por los dos.
A la mañana siguiente me desperté con una sensación nueva: propósito.
Víctor había pasado la noche relativamente bien. Después de preparar un desayuno sencillo, hice una lista de prioridades y me senté con él a la mesa.
—Primero —dije, sirviéndole una taza de té—, tenemos que crear el relato de que tu salud se ha deteriorado de forma rápida.
Víctor asintió.
—Patricia me comentó que su hermano tiene una empresa de material médico —recordó—. Quizá pueda echarnos una mano con… efectos especiales.
Una llamada después, el hermano de Patricia, Jaime, estaba de acuerdo.
Al mediodía llegó en una furgoneta sin logotipos, con todo lo necesario: una bombona de oxígeno (sin conectar, pero convincente), soportes para sueros, monitores con cables desmontables y hasta algunos frascos de medicación vacíos con etiquetas realistas.
—Teatro médico —bromeó Jaime guiñándome un ojo mientras descargábamos el equipo—. He montado escenarios para series de televisión. Nunca pensé que mis trastos servirían para un drama real.
Con las indicaciones de Víctor, transformamos su dormitorio en lo que parecía una habitación de cuidados intensivos domésticos.
Colocamos la bombona de oxígeno en un lugar visible, pusimos un soporte de suero junto a la cama, distribuimos los aparatos sobre la mesilla.
Yo hice la cama articulada con sábanas blancas, de hospital, que Patricia también había conseguido.
—Ahora, las pruebas fotográficas —dije, sacando mi móvil.
Víctor se acomodó en la cama y me fue dando instrucciones para parecer más enfermo de lo que estaba.
—Sombras —explicó—. La luz desde arriba marca las ojeras.
Se quitó las gafas para que los ojos parecieran más hundidos y se alborotó el poco pelo que le quedaba. Con un poco de maquillaje básico que encontré en mi neceser, marqué aún más la palidez de su rostro.
El resultado me impresionó:
en las fotos, Víctor parecía estar ya en las últimas.
—Ahora tú —ordenó—. Tienes que parecer agotada, superada por la situación.
Me desmaquillé, recogí el pelo de cualquier manera y me puse un jersey ancho que me hacía parecer más pequeña y frágil. Víctor tomó varias fotos de mí medio dormida en una silla incómoda junto a la cama, y otras en las que aparecía preparando medicamentos con expresión preocupada.
—Perfecto —dijo al revisar las imágenes—. ¿Quién será nuestro primer objetivo?
—Marisa, la hermana de Bruno —respondí—. Según tu móvil, es la única que te ha escrito desde que se fueron.
Compusimos un mensaje breve, con las fotos adjuntas:
«Víctor ha pasado una noche muy mala. La fiebre subió a 39. Estoy gestionando su dolor como puedo. Te iré informando».
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