El tono era directo, casi clínico, pero con una preocupación de fondo que despertaría culpa o, al menos, curiosidad.
Marisa respondió en menos de cinco minutos.
«Ay, pobre. Cuéntame cómo sigue, por favor.»
—El anzuelo está echado —murmuró Víctor, satisfecho.
Después vino la parte más difícil para mí.
Llamé al móvil de Bruno, sabiendo que no contestaría pero que el buzón de voz grabaría mi mensaje. Víctor activó la grabadora de su propio teléfono para guardar mi parte de la conversación.
—Bruno, soy yo otra vez —dije, dejando que una inquietud bien medida entrara en mi voz—. El estado de Víctor está empeorando más rápido de lo que pensaban. La enfermera de paliativos está preocupada por su respiración. Llámame cuando puedas.
Hice una pausa breve y añadí, con un temblor calculado:
—De verdad necesito tu apoyo ahora mismo.
Repetí llamadas similares cada pocas horas, siempre sin respuesta de Bruno, y siempre con los mensajes cuidadosamente guardados en el móvil de Víctor.
Entre llamada y llamada, redacté un registro médico detallado con episodios ficticios pero creíbles: picos de fiebre, crisis de dolor, dificultades respiratorias. Feché algunas notas a días anteriores para crear la idea de una caída progresiva que había comenzado antes de que se fueran de viaje.
—Deberías haber sido actriz —comentó Víctor cuando le enseñé el documento.
—Prefiero pensar que es una especie de no-ficción creativa —respondí con una sonrisa triste—. Toda buena historia necesita documentación.
A media tarde, nuestra planificación se vio interrumpida por unos golpes en la puerta.
Al abrir, me encontré con una mujer mayor con una cazuela tapada entre las manos.
—Soy Carmen, la vecina de al lado —se presentó—. Pensé que quizá necesitabais algo de comida. Cuidar de Víctor es casi un trabajo a jornada completa, me imagino.
La invité a pasar, agradecida por la comida… y por la oportunidad inesperada.
Mientras tomábamos café, doña Carmen se reveló como una mina de información.
—Llevo años viendo a esa familia —dijo, bajando la voz como si Víctor pudiera oírla desde el dormitorio, aunque estaba descansando—. La manera en que tratan a ese pobre hombre…
Su marido no es mejor que su madre, perdone que se lo diga.
—No me ofende —respondí con sinceridad—. Estoy descubriendo ahora mismo en qué tipo de familia me he metido.
Carmen me dio una palmadita en la mano.
—Víctor siempre fue muy generoso con ese chico. Le pagó estudios, coche… ¿Y así se lo paga Bruno?
Marchándose de vacaciones mientras su padrastro se muere.
Dejé que mi enfado y mi dolor reales asomaran.
—Me dejaron una nota —expliqué—. Solo una nota diciéndome que lo cuidara.
—Una vergüenza —sentenció Carmen—. Una vergüenza absoluta. Todo el vecindario se ha dado cuenta. El mes pasado, cuando Víctor se cayó en el jardín, fue mi difunto marido el que lo ayudó a levantarse. Bruno estaba dentro viendo el fútbol y ni abrió la puerta cuando llamamos.
Cuando Carmen se fue, ya se había comprometido a avisar a los demás vecinos de que Víctor necesitaba apoyo y visitas.
Yo anoté sus palabras y la fecha de la visita.
En los dos días siguientes, cinco vecinos más se pasaron por la casa con comida o simplemente para saludar.
Cada uno traía su propia historia: una vez que vieron a Víctor esperando solo en la puerta del médico, otra en que Bruno salió apresurado diciendo que “no tenía tiempo” para acompañarle.
Cada visita reforzaba nuestro caso y añadía más testigos tanto del aparente deterioro de Víctor como de la ausencia total de la familia en lo que creían ser sus últimos días.
El sábado por la mañana, Patricia regresó con los documentos definitivos para los traspasos de bienes.
Llevamos a Víctor al banco donde había sido cliente durante más de treinta años. El director, el señor Collado, lo recibió con un apretón de manos sincero.
—Víctor, me alegra verlo. ¿Cómo se encuentra?
—Poniendo mis asuntos en orden, Ricardo —respondió Víctor, con la voz un poco más débil de lo habitual a propósito—. La memoria sigue bien, aunque el cuerpo ya no acompañe.
En el despacho del director, Víctor firmó la documentación que ponía sus activos ocultos bajo una serie de fideicomisos que yo administraría como tutora, con donaciones previstas a varias asociaciones que luchan contra el maltrato a personas mayores.
Mientras firmaba, la mano le temblaba de verdad por el esfuerzo.
—Su hijastro estuvo por aquí la semana pasada —comentó el director, casi sin darle importancia—. Preguntando por sus cuentas. Le recordé que, sin autorización…
Víctor esbozó una sonrisa amarga.
—Siempre pensando en el futuro, ese chico.
—Recuerdo cuando vino a cobrar aquel cheque por su regalo de graduación —añadió el director—. Ni siquiera le dio las gracias. Se quejó de que no era suficiente para el coche que quería.
Otro testigo más. Otro documento mental.
Esa misma tarde, mientras revisábamos nuestro avance, el móvil de Víctor comenzó a sonar.
Era una videollamada de Marisa.
Nos movimos deprisa.
Colocamos a Víctor en la cama, rodeado por todo el equipo médico: la bombona, el soporte de suero, los aparatos. Le puse las gafas de oxígeno, aunque no estaban conectadas. Yo me despeiné un poco más, me quité cualquier resto de maquillaje y apreté los labios hasta que tomaron un tono pálido y tenso.
Cuando contesté, la cámara me enfocó a mí primero.
—Clara, estás fatal —soltó Marisa nada más verme—. ¿Va todo bien?
—Lo llevo como puedo —contesté sencillamente, y giré el teléfono hacia Víctor.
Él dio una interpretación digna de premio: ojos semicerrados, respiración pesada y entrecortada.
—Tío Víctor —llamó Marisa—. Soy yo, Marisa. ¿Me oye?
Los párpados de Víctor se agitaron.
—¿Marisa? —susurró—. ¿Eres tú, niña?
La preocupación de Marisa sonaba real, pero lo que dijo después reveló otra cosa.
—¿Tenemos que volver antes? —preguntó—. ¿Crees que… aguantará hasta el lunes?
Volví la cámara hacia mí.
—Es difícil saberlo —respondí—. La enfermera de paliativos cree que sus órganos se están parando. Si queréis despediros…
—Hablaré con Bruno y mamá —se apresuró a decir—. Lo que pasa es que estos billetes no se devuelven, y mamá lleva una temporada muy estresada.
Asentí con comprensión fingida, aunque por dentro hervía.
—Claro. Solo que Víctor pregunta por Bruno cuando está lúcido.
—Le diré que llame —prometió Marisa—. En cuanto vuelvan de la excursión.
Al colgar, le enseñé a Víctor la otra pantalla del móvil: la grabadora había captado toda la conversación.
—¿La has grabado? —preguntó.
Alcé el teléfono.
—Cada palabra.
Víctor sonrió, satisfecho, pero con una tristeza que no era teatro.
—Mi familia, poniendo en una balanza el precio del crucero y el de decirme adiós —susurró—. Sabía que pasaría exactamente así.
Me senté en el borde de la cama.
—Lo siento, Víctor.
Sacudió la cabeza.
—No tengas pena. Sus verdaderos colores tenían que quedar claros. —Buscó mi mano y la apretó con una fuerza sorprendente—. ¿Sabes lo más raro de todo?
Estos últimos días contigo, con alguien que de verdad se preocupa, han sido mejores que meses con ellos.
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