Volví por Navidad y encontré una nota cruel, un padrastro enfermo y un marido de crucero con otra

Nos quedamos en silencio un rato, con la habitación llena de aparatos que pitaban sin estar conectados.

Nuestro contraataque estaba completamente en marcha; la trampa casi preparada.
Solo faltaba hacerla caer en el momento exacto.

La mañana del domingo amaneció con un cambio que se sentía en el aire, algo que no tenía nada de teatro.

Cuando entré en la habitación con su taza de té, vi que las manos de Víctor temblaban más que otros días. Sus labios tenían un tono azulado que no le había visto antes.

—Conmigo no hace falta fingir —dije en voz baja, ayudándole a incorporarse un poco—. Hoy sí te encuentras peor, ¿verdad?

La sonrisa que me dirigió fue fina, pero auténtica.

—Irónico, ¿no? —susurró—. Después de tanta actuación, ahora llega lo de verdad.

Llamé a la enfermera de cuidados paliativos que lo visitaba una vez por semana antes de que la familia se fuera. Se llamaba Diana. Me prometió venir por la tarde, pero mientras tanto me dio indicaciones para mantenerlo cómodo.

Aquello ya no iba de planes ni de trampas. Víctor se estaba apagando de verdad, y una ola de protección me recorrió el cuerpo. Nuestra venganza, de repente, era secundaria. Lo primero era que él estuviera bien cuidado, hasta el final.

—¿Qué te apetece desayunar? —pregunté, intentando mantener cierta normalidad.

Víctor tardó unos segundos en contestar.

—Melocotones —dijo al fin—. Melocotones frescos con nata. Mi primera esposa, Marta, me los preparaba así todos los domingos.

Ese detalle, tan concreto y tan tierno, me atravesó.

Salí a toda prisa. Tuve que ir a tres supermercados hasta encontrar melocotones medio decentes en pleno diciembre. Cuando por fin volví y los corté en gajos perfectos, con un poco de nata por encima tal como él había explicado, los ojos de Víctor se humedecieron al probar el primer trozo.

—Igual que los hacía ella —murmuró—. Nadie se ha molestado en recordar estas cosas sobre mí desde hace años.

El resto del día lo pasé haciendo cosas que no tenían nada que ver con documentos ni estrategias, sino con él: le cambié las sábanas, le coloqué almohadas hasta que encontró una postura en la que respiraba mejor, le leí en voz alta una de sus viejas novelas negras favoritas, y puse de fondo la música clásica suave que me dijo que le gustaba.

Entre cabezada y cabezada, habló de Marta, de su trabajo en banca, de viajes que habían soñado hacer y nunca hicieron. No mencionó ni una sola vez a Bruno o a Elena.

—¿Sabes? —dijo en un momento de lucidez, mirándome con una calma extraña—. Nadie me había tratado con tanta delicadeza desde que murió Marta hace doce años. Es curioso que haya tenido que llegar una desconocida para que me sienta otra vez persona.

A media tarde llegó Diana, la enfermera. Lo examinó con manos acostumbradas a este tipo de finales y luego me pidió que saliéramos al pasillo.

—Sus órganos se están apagando —me dijo con voz suave—. Está pasando más rápido de lo que pensábamos. Yo diría que le quedan horas… quizá un día.

Aunque sabía que ese momento venía, la frase me cayó encima como una piedra.

—¿Debo llamar a la familia? —pregunté, de repente dudando de todo lo que habíamos planeado.

Diana me miró con algo que era mitad profesionalidad, mitad humanidad cansada.

—A estas alturas, lo importante es su tranquilidad, no la conciencia de los demás —respondió—. Si ellos han elegido no estar aquí…

No terminó la frase, pero no hizo falta.

Cuando volvimos a la habitación, Víctor había oído suficiente como para saber.

—No los llames —dijo antes de que yo abriera la boca—. Ya tomaron su decisión cuando se marcharon. Pero sí tenemos que cerrar algunos asuntos.

Alargó la mano, buscándome.

—Llama a Patricia —pidió—. Dile que ha llegado la hora de los últimos pasos.

Patricia apareció en menos de una hora, con un notario, Tomás, a su lado.
Víctor se veía peor que el día anterior, pero en cuanto los vio entrar, reunió una energía que parecía salirle de algún lugar viejo y obstinado de su carácter.

—¿Está seguro de que aguanta? —preguntó Tomás, preocupado al ver su estado.

—Más que nunca —respondió Víctor—. La muerte pone las prioridades en su sitio.

Firmó los últimos papeles: poderes legales para que yo pudiera actuar como su representante, transferencias definitivas de las propiedades ocultas a los fideicomisos que él había creado, instrucciones claras para donaciones a organizaciones que luchan contra el abuso a personas mayores.
El nuevo testamento incluía, de forma explícita, el abandono de Bruno y Elena como motivo de su exclusión.

Cuando terminó de firmar, se le notaba agotado, pero aún le quedaba una cosa por hacer.

—Ahora, la carta —dijo, mirando a Patricia—. Quiero que quede grabada.

Patricia encendió la cámara de su tableta para grabar un mensaje destinado a la familia.
Yo me puse a un lado, fuera de plano.

Lo que salió de la boca de Víctor no fue una arenga ni un ataque, sino algo mucho más duro: una enumeración calmada, casi quirúrgica, de momentos concretos.

—A mi familia —empezó, con voz al principio débil, que se fue firmando a medida que hablaba—. Cuando escuchéis estas palabras, yo ya no estaré. No es que mi presencia o mi ausencia hayan importado mucho en los últimos años.

Recordó Navidades que había pasado solo mientras ellos viajaban; citas médicas canceladas porque había “algo más importante”; conversaciones que había oído desde el pasillo cuando creían que no escuchaba, hablando de lo que tardaría en morir y de “lo que quedaría” cuando eso pasara.

—No os escribo desde el enfado —continuó—, sino desde esa claridad extraña que llega cuando uno mira de frente el final. El dolor más grande no es la enfermedad ni la muerte, sino comprender que para quienes decías querer, no fuiste más que una carga. Algo de lo que ocuparse de mala gana.

Para cuando terminó, Tomás, que debía de haber visto decenas de testamentos y mensajes similares, limpiaba disimuladamente una lágrima.
Patricia, normalmente de piedra, le apretó la mano.

—Nos aseguraremos de que lo escuchen entero —prometió.

Cuando se marcharon, Víctor me pidió que buscara su vieja cámara de vídeo. Quería dejar su testimonio también ahí, “por si acaso”. Se la coloqué en un trípode enfrente de la cama y comprobé que grababa.

Esta vez habló directamente al objetivo, con una lucidez impresionante.

Describió, con fechas y detalles, la negligencia de Bruno y Elena.

Contó cómo habían sido los últimos años: las visitas cada vez más espaciadas, los sobres con dinero que desaparecían, los comentarios sobre lo cansados que estaban de cuidarle. Explicó por qué había decidido dejar su patrimonio en mis manos, y cómo en cuatro días yo le había demostrado más dignidad que ellos en cuatro años.

—Clara se gana lo que le dejo —dijo mirando a la cámara—. Vosotros lo dabais todo por hecho.

Cuando terminó, su cuerpo se notaba más hundido en el colchón. Sin embargo, aún le quedaba algo de ritual para esa noche.

—En mi despacho hay una botella de vino viejo, detrás de los libros de economía —susurró—. Marta y yo queríamos abrirla en nuestro cincuenta aniversario.

La encontré cubierta de polvo. Dos copas de cristal, casi olvidadas, esperaban en un armario alto. Serví un poco para cada uno.

—Por la justicia —brindó Víctor, levantando su copa con un pulso obstinado.

—Por la dignidad —añadí.

Nos quedamos en la sala, con la luz baja. A ratos hablábamos; a ratos simplemente escuchábamos el silencio. Le leí un capítulo más de su novela negra favorita. Él cerraba los ojos, pero podía decir por la manera en que apretaba mi mano que me seguía escuchando.

Pasada la medianoche, su respiración cambió.
Se volvió más superficial, más pausada.

Dejé el libro a un lado y me limité a sostenerle la mano.

No hubo grandes frases finales. Ningún secreto dramático de última hora.
Simplemente, en un momento, su pecho dejó de moverse.
Su mano, poco a poco, comenzó a enfriarse entre las mías.

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