Volví por Navidad y encontré una nota cruel, un padrastro enfermo y un marido de crucero con otra

No sé cuánto tiempo me quedé así, sentada a su lado, con lágrimas cayendo en silencio.
En cuatro días, ese hombre había pasado de ser un desconocido enfermo a alguien cuya pérdida sentía de verdad.

Al amanecer, llamé a Diana. Ella llegó para confirmar lo que yo ya sabía. Se sorprendió de lo tranquilo que parecía.

—Muchos pacientes terminales muestran signos de angustia —comentó—. Él parece que se ha limitado a quedarse dormido.

—Eso hizo —respondí—. Se durmió escuchando historias y con el vino en el paladar.

Después llamé a la funeraria que Patricia me había recomendado. Vinieron dos hombres serios, de los que no necesitan decir mucho. Uno de ellos conocía a Víctor de actividades benéficas del barrio.

—Era un buen hombre —dijo en voz queda—. Siempre ayudaba cuando hacía falta.

Cuando se llevaron el cuerpo, la casa se quedó con un silencio nuevo, pesado. Me permití un rato de llanto sin contenerme, apoyada contra la encimera de la cocina.
Luego respiré hondo.

Todavía quedaba una parte de nuestro plan que ejecutar. No por rencor, sino porque era lo que Víctor me había pedido.

Bruno y su familia volverían al día siguiente, convencidos de que aún tendrían tiempo para aparecer como “los buenos hijos” en las últimas horas.
En lugar de eso, iban a encontrarse con la consecuencia de sus decisiones.

Coloqué la carta de Víctor en un sobre color crema y la dejé apoyada contra una foto familiar en la repisa del salón. En la foto, Bruno y Elena sonreían con entusiasmo; Víctor estaba un poco apartado, como añadido a la fuerza.

En el comedor, dispuse todas las carpetas con la documentación:
Citas médicas canceladas.
Extracciones de dinero.
Registro de negligencias.

Sobre la mesa del salón dejé preparado el vídeo en la televisión, con el mando a distancia listo para dar al “play”.

En el dormitorio principal, recogí mis pocas cosas en una maleta pequeña.
Al lado coloqué impresas las fotos del crucero: Bruno con Ana en la cubierta, Elena con su cóctel, los hashtags alegres. Las ordené formando una especie de línea de tiempo que contrastaba con las fechas de los apuntes médicos de Víctor.

Todo quedaba listo, como un escenario esperando a los actores que aún no sabían qué papel les tocaba.

Me quedé un momento en el centro del salón, mirando a mi alrededor.

—Ya está, Víctor —dije en voz baja—. Lo van a entender. Les guste o no, lo van a entender.


El lunes, la mañana transcurrió con una calma tensa. Me puse un vestido negro sencillo que había comprado el día anterior, más por sentirme en “modo funeral” que por otra cosa.

A eso del mediodía, escuché el sonido alegre de portazos y maletas, risas y voces subiendo por el camino del jardín. El ruido de unas llaves, y la puerta principal se abrió de golpe.

Bruno fue el primero en entrar, con Elena justo detrás.
Les seguían Marisa y Ana, cargados con bolsas de recuerdos baratos y duty free.

—Cariño, ya estamos… —empezó Bruno, con una sonrisa que se borró en cuanto me vio, inmóvil junto a la mecedora vacía de Víctor—. ¿Qué pasa? ¿Por qué vas vestida de…?

Se le cortó la frase.

Elena dejó caer su bolso en la consola.

—¿Dónde está Víctor? —preguntó, irritada más que preocupada—. No me digas que está durmiendo a estas horas.

—Víctor murió el sábado por la noche —respondí, sin adornos.

Las bolsas se le resbalaron a Bruno de las manos. Ana dio un paso hacia atrás, como si estuviera cerca de un precipicio.

—¿Cómo que murió? —dijo Elena, como si hubiese usado el verbo equivocado—. ¿Qué estás diciendo?

—Se fue tranquilo, sobre la medianoche —continué—. El funeral fue ayer por la tarde. Vinieron muchos vecinos y antiguos compañeros suyos. Fue una ceremonia muy bonita.

La cara de Bruno hizo un recorrido rápido por varias emociones: incredulidad, confusión, y finalmente algo que reconocí enseguida: cálculo.

—¿Has enterrado a mi padre sin su familia? —escupió—. ¿Sin nosotros?

—Su familia fue invitada —respondí—. Os dejé varios mensajes sobre su empeoramiento. No contestasteis ninguno.

Marisa avanzó un paso.

—Te dije que se veía muy mal —le recordó a Bruno—. Te lo dije.

Él la apartó con un gesto, sin mirarla.

—Necesitamos sentarnos —murmuró, como si el peso del viaje le cayera encima de golpe.

—Sí —acepté—. Hay cosas que tenéis que escuchar.

Los llevé al salón. Nadie se atrevió a sentarse en la mecedora de Víctor.
La silla se había convertido en una especie de acusación muda.

Sobre la mesa de centro, el sobre crema esperaba.

—Víctor os dejó una carta para que la leyera al volver —expliqué, tomando el papel entre las manos.

Elena cruzó los brazos.

—Lo que quiero saber es si ha cambiado el testamento —interrumpió—. Porque en su día…

—Quizá sería mejor empezar por sus palabras —la corté con calma.

Abrí el sobre y empecé a leer.

Su decepción, su soledad en tantas fiestas, los recordatorios de citas a las que nadie lo acompañó, las veces que escuchó a escondidas frases sobre “lo que tocaría cuando el viejo faltara”.

Cuando llegué al párrafo en el que hablaba del dolor de sentirse una carga, el silencio era absoluto.

—«No os escribo para castigaros» —leí—, «sino porque, al final, uno entiende qué valora y qué no. Lo único que ya no quiero llevarme a la tumba es la mentira de que esto fue una familia que se cuidaba».

Terminé la carta y la doblé despacio.

Nadie habló durante unos segundos largos.

—Estaba confundido por la medicación —dijo Bruno al fin, con rapidez—. No estaba en su sano juicio. Es normal que dijera cosas así…

—Víctor estaba completamente lúcido —lo interrumpí—. De hecho, grabó una declaración en vídeo. Quizá deberíais verla.

—Esto es una exageración ridícula —saltó Elena—. Palabras de un viejo enfermo no cambian la ley. Bruno es su hijo, y…

La timbre sonó antes de que terminara la frase.

—Perfecto —dije suavemente—. Ya están aquí.

Abrí la puerta. Patricia entró, seguida de Tomás, el notario. Llevaba su maletín en la mano y una expresión neutra.

—Espero que no sea mal momento —dijo—. He venido a hacer la notificación oficial.

—Llegas justo a tiempo —respondí—. Acaban de volver.

Patricia dejó la cartera en la mesa del comedor y sacó varios sobres y carpetas.

—Como albacea del testamento de don Víctor —comenzó—, debo informarles de las disposiciones de su última voluntad.

Bruno se enderezó al instante, tragándose su enfado. Le vi ponerse la máscara de “hijo responsable” casi de forma automática.

—Muy bien —dijo—. Vamos al grano.

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