—«Dame de comer y curaré a tu hijo», dijo la niña en voz baja, de pie junto a la mesa del restaurante…
Andrés Morales se quedó congelado a medio bocado.
La niña no podía tener más de once años. Tenía la piel morena, un vestido de algodón azul ya gastado y el cabello recogido con cuidado, aunque sus manos estaban manchadas de suciedad.
Frente a él estaba Diego, su hijo de diez años, sentado en la silla de ruedas. Sus piernas descansaban inmóviles, demasiado delgadas bajo el pantalón vaquero.
Andrés dejó escapar una risita nerviosa.
—¿Vas a curar a mi hijo? Eres solo una niña.
Ella no se inmutó.
—No quiero tu dinero. Solo comida. Un plato, y le ayudaré como mi abuela ayudaba a la gente en el pueblo.
Andrés suspiró. Llevaba tres años viendo cómo la vida de Diego se hacía cada vez más pequeña desde el accidente de coche que había matado a Marta, su primera esposa. Diego había sobrevivido… pero el golpe le destrozó la columna. Los médicos habían sido claros: volver a caminar era imposible.
—Papá, por favor —susurró Diego—. Deja que lo intente.
Contra todo sentido común, Andrés hizo una seña al camarero.
La niña se presentó como Nayeli y, cuando llegó el plato, comió con la desesperación de quien no lleva nada a la boca desde hace días.
Al terminar, preguntó en voz quedita:
—¿Podemos ir a un lugar más tranquilo? Allí se lo enseño.
A regañadientes, Andrés empujó la silla de Diego hasta el pequeño parque que había detrás del restaurante. Nayeli se arrodilló, subió un poco el bajo del pantalón del niño y empezó a presionar y estirar sus músculos con movimientos lentos y firmes.
—Esto es una tontería —murmuró Andrés.
Pero Diego no estaba de acuerdo.
—Papá… se siente raro. Pero bien.
Nayeli asintió.
—Lo que necesita es trabajo profundo en los músculos, no solo pastillas. Sus músculos se están apagando, no sus nervios. Pero la medicina que toma… lo está empeorando.
Andrés frunció el ceño.
—¿Qué medicina?
—La que le da tu esposa —respondió ella con calma—. Las que le dejan cansado y frío. Le frenan la sangre. Ya lo he visto antes.
El estómago de Andrés se encogió. Lorena, su actual esposa, había insistido una y otra vez en que esas pastillas eran vitales para la recuperación. Un médico privado se las había recetado y Andrés nunca lo había cuestionado.
—No deberías acusar a nadie sin pruebas —soltó, con brusquedad.
Nayeli lo miró directamente a los ojos.
—Entonces consigue las pruebas. Mándalas analizar. Verás que tengo razón.
Andrés estaba a punto de despedirla con un gesto cuando Diego soltó un jadeo.
—Papá… ¡siento sus manos!
Por primera vez en años, el rostro de Diego se iluminó. Andrés lo miró boquiabierto, mientras su hijo parpadeaba con los ojos llenos de lágrimas.
Nayeli se levantó, sacudiéndose la tierra de las palmas.
—Deja esas pastillas, señor Morales. Están matando lo poco que le queda de fuerza.
La voz de Andrés se quebró.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Porque yo perdí a alguien igual —respondió en voz muy baja—. Y no voy a quedarme mirando cómo pasa otra vez.
Luego se dio la vuelta y se alejó entre las sombras del atardecer, dejando a Andrés temblando, atrapado entre su incredulidad y una duda nueva y terrible sobre la mujer con la que vivía.
Esa noche, Andrés no pegó ojo.
Cada vez que miraba el frasco de medicinas de Diego, las palabras de Nayeli resonaban en su cabeza: Están matando lo poco que le queda de fuerza.
Esperó a que Lorena se durmiera. Después se levantó, cogió la caja del medicamento y buscó la receta en internet. El nombre que aparecía era “Neurolex-A”, supuestamente un fármaco para la regeneración nerviosa. Pero, escondidas en foros y comentarios, encontró advertencias: su uso prolongado podía causar atrofia muscular.
A la mañana siguiente, llevó las pastillas a un laboratorio privado.
—Quiero que analicen esto —dijo—. Y que no se lo comenten a nadie.
Ese mismo día notó algo más: al no tomar la dosis de la mañana, Diego parecía un poco más despierto, con más color en la cara. Estaba más atento, menos apagado.
Tres días después, llegaron los resultados. Las pastillas contenían un potente relajante muscular, no un medicamento para reparar nervios. El uso prolongado podía debilitar de forma permanente el control muscular.
Las manos de Andrés temblaban al leer el informe.
¿Por qué haría eso Lorena?
Empezó a repasar viejos documentos del caso del accidente. El coche de Marta se había precipitado desde un puente en medio de una tormenta. La policía lo había cerrado como “fallo mecánico”. Pero algo no encajaba. Decidió llamar al agente que había llevado la investigación.
—Es curioso que llame ahora —dijo el antiguo policía—. Aquel coche tenía la línea de frenos manipulada. Sospechábamos que alguien la había tocado a propósito, pero la aseguradora insistió en cerrarlo como accidente. Dijeron que usted quería que todo se resolviera rápido.
Andrés se quedó helado.
A él nadie le había dicho nada de eso.
Esa tarde, enfrentó a Lorena mientras ella preparaba la cena en la cocina.
—¿Qué le estabas dando exactamente a mi hijo? —preguntó, sosteniendo el frasco de pastillas.
Ella sonrió con frialdad.
—Lo que recetó el doctor. Tú mismo firmaste los papeles.
—Lo he mandado analizar. Es veneno para sus músculos.
El rostro de Lorena se endureció, perdiendo de golpe su sonrisa educada.
—No deberías haber hecho eso.
Andrés golpeó el informe sobre la encimera.
—¿Por qué, Lorena? ¿Por qué hacer daño a Diego? ¿Qué te ha hecho él?
Su calma se quebró como cristal.
—Porque es un recordatorio —escupió—. Cada día, ese niño me mira con sus ojos… con los ojos de Marta. La mujer de la que sigues hablando en sueños.
Andrés dio un paso atrás, como si le hubieran pegado.
La voz de Lorena se volvió más baja, pero cargada de resentimiento.
—Ella nunca debería haberlo tenido todo. A ti, la empresa, la casa, la vida perfecta. Yo solo quería mi oportunidad.
—Tú… la mataste —susurró Andrés.
Los labios de Lorena se tensaron.
—Estaba en medio.
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